lunes, 6 de agosto de 2012

POR QUÉ NO FUI SINGAPORE por José María Hinojosa


[Poeta español nacido en Málaga en 1904. Perteneciente a una rica familia de hacendados, mostró desde muy temprano su inclinación por las letras y la política, cursando con brillantez sus estudios de Derecho en la ciudad de Granada donde se licenció años más tarde. Atraído por las tendencias surrealistas, viajó a Francia en 1925 trabando amistad con la joven generación de pintores y escritores de su época. A su regreso a España conformó el grupo de poetas de la Generación del 27 colaborando activamente en revistas y movimientos de inclinación derechista. En los comienzos de la guerra civil fue asesinado en Málaga por las milicias revolucionarias. «Poema del campo», «Poesía de perfil» y «La rosa de los vientos», son sus obras más significativas.

Extraído de A media voz]

a Luis Cernuda

Una vez estuve a punto de ser Singapore, pero se me frustró cuando abrigaba más esperanzas de serlo. Fue un contratiempo que derribó uno de mis mayores deseos y desde entonces no he vuelto a tener otra ocasión propicia para ello.

Llevaba mucho tiempo sentado, con las piernas colgando sobre el mar, en la muralla del antepuerto sin poder moverme de aquel sitio. En mis manos había una caña de pescar con la cual fustigaba de cuando en cuando el agua, de donde brotaban azucenas. La barba y las piernas me habían crecido: aquélla caía sobre las aguas y comenzaba a tomar calidad de algas; éstas casi rozaban ya el fondo del mar.

Una de las veces al tirar la caña vino enganchado en el anzuelo un papelito rosa donde se leía: "María Luisa tiene ungido su cuerpo de azahar y de menta. Prepara tu espíritu porque eres el elegido para ser Singapore".

Estas noticias electrizaron mi cuerpo, que empezó a vibrar de pies a cabeza hasta salir corriendo velozmente dando zancadas de cubierta en cubierta de los barcos anclados en el puerto. Mis piernas de tanto correr se iban desgastando hasta quedar en sus dimensiones normales y entonces caí extenuado sobre uno de los bancos del muelle.

Un ruido enorme comenzó a atronar mis oídos como si todos los barcos del mundo se hubiesen congregado a mi alrededor y tocasen con desesperación sus sirenas. A pesar de este ruido que me aniquilaba la gente que había en torno mío no parecía dar muestra de extrañeza alguna. Los cargadores seguían en sus faenas; los marineros permanecían indolentes en las cubiertas de los barcos; y un carabinero sentado sobre una pila de corcho se sacaba una a una sus uñas y se las comía después de examinarlas y de dar un beso en la boca de una saltimbanqui que había sentada en sus piernas tirándole de los bigotazos.

Los barcos seguían pitando porque husmeaban la proximidad de un ser extraño que de seguro no les traería ningún bien; y apareció en el horizonte un barco, que se acercó al puerto vertiginosamente.

Venía de las Indias el barco. Toda su tripulación tenía los ojos de estaño y sobre ellos había grabado en relieve un nombre: SINGAPORE.

No permitieron las autoridades de la marina al barco procedente de las Indias atracar en el puerto porque allí donde posaban la mirada sus tripulantes quedaba impreso el nombre Singapore como si fuese puesto por una imprentilla de mano y por esto se vieron obligados a atracar en el antepuerto con la condición de que no mirase ninguno de ellos a tierra. Sólo podían mirar al mar. El mar era el único con poder suficiente para borrar con sus olas las huellas de las miradas, que se hundían después de un leve balanceo sobre las aguas, de los hombres recién llegados de tierras lejanas. Aquellos hombres rígidos de miradas de estaño siempre estaban en movimiento continuo y rítmico. Durante los ratos de ocio se les veía pasear lentamente a los marineros por cubierta, con la cabeza hacia el mar yendo de popa a proa y de proa a popa mientras despedían un fuerte olor a cacao y a pimienta.

Cuando me levanté del banco ya había encendido sus luces el buque procedente de las Indias y todo él era de fuego, un ascua flotando sobre el agua. Sin embargo nadie reparaba en aquel barco y pasaba desapercibido para cuantos me rodeaban porque a nadie extrañaba aquella imagen tan extraña. La saltimbanqui acababa de pedir la mano del carabinero y en la guía derecha del bigote lucía una sortija de prometido.

El puerto fue quedándose desierto y ya sólo se oían en él los ronquidos de los carabineros y los suspiros de la saltimbanqui.

La luna llena de Israel pasó sobre nuestras cabezas tiñendo de ceniza las hojas de los árboles y dejando impresa en mi retina una raya blanca que la atravesaba de izquierda a derecha. Nada más que una noche pernoctaron en la ciudad los marineros que llevaban escrita sobre sus ojos de estaño la palabra "Singapore".

Aquella madrugada cuando la claridad comenzó a brotar en el horizonte del oriente ya había desaparecido el barco de las Indias y sólo había dejado una estela de Singapores grabada sobre las olas por el timonel, cuando apoyado en la borda, con la cabeza entre las manos, miraba nostálgico el fondo de aquellas aguas con tal intensidad y fijeza que ni aun el mar con su poder lograba borrar las huellas impresas en su carne por el timonel del barco que llegó procedente de las Indias.

Al despertarme por la mañana de aquel día me dirigí a la playa para bañarme y por el camino mis pies no tocaron el suelo indigno de estar en contacto con mi cuerpo ya preparado para ser Singapore, con mi cuerpo todo él hecho espíritu.

Una vez en la playa comencé a despojarme de mi carne, y mis cuencas vacías, al sumergirse en el mar, se llenaron de agua salada y a través de esta agua vi más claro que nunca. Mi vista iba siguiendo el ritmo del mar y el ritmo de la arena pero no podía levantarla horizontalmente.

Mientras estaba en la playa yo sentía que me rodeaban, con sus cuerpos ardientes y salobres, todas las mujeres de aquella ciudad pero no podía verlas porque mi vista caía en vertical.

Después de un gran esfuerzo pude levantar mis ojos de agua para ver la muralla de mujeres que había en torno mío y vi que todas ellas llevaban grabada la palabra "Singapore" sobre sus pechos, sobre sus vientres, sobre sus sexos.

Entonces consideré llegado el momento de realizar mi deseo y quise ser SINGAPORE. Extendí sobre la tierra mi cuerpo para poder cobijar en él a todos aquellos cuerpos de mujeres que me rodeaban, para que transitasen sus carnes por mi carne, para ser Singapore.

¡Iba a ser Singapore! ¡Iba a ser Singapore! Mi cuerpo estaba transfigurado y permanecía extendido y extático esperando el momento de gracia para ser reencarnado en la cuidad que yo deseaba. Iba a ser Singapore e indudablemente lo hubiera sido de no haber sepultado una ola gigante, entre las aguas, a todas las mujeres de aquel lugar.


De La flor de Californía