lunes, 31 de agosto de 2015

EN EL CASTILLO DE ARGOL (fragmento) por Julien Gracq

[Biografía de Julien Gracq aquí]

En dirección al fondo de la bahía, en el lugar en que las tristes hierbas de las arenas dejaban sitio a las playas desnudas, Albert dirigió su caballo hacia una melancólica reunión de piedras grises y gastadas, modeladas por la mano del hombre, y que al acercarse resultó ser, según parecía, un cementerio hacía mucho tiempo abandonado. La invasión de las arenas había alcanzado el nivel de los bajos cercados de piedra, y el recinto mortuorio parecía colmado por entero. Cruces macizas de piedra de brazos extrañamente cortos como los de las cruces gaélicas emergían de la arena sin orden aparente: una eminencia apenas visible anunciaba todavía el lugar de la tumbas. La desolación salvaje de aquel lugar abandonado de los hombres no inspiró sin embargo en  el corazón de Albert más que una mórbida curiosidad, y, atando su caballo al brazo de una de las cruces de piedra, recorrió con rapidez sus avenidas ahogadas por la arena. Ya no era legible ninguna inscripción, y el agente de aquella despiadada y dos veces sacrílega destrucción era revelado por el silbido incesante de los granos de arena cuyo fino polvo el viento, segundo tras segundo, y con un encarnizamiento atroz, proyectada sobre el granito. ¡Parecía fluir de Su palma inagotable, en el horrible reloj de arena del Tiempo! La palidez del rostro de Albert se volvió entonces más viva que de costumbre, y el viento agitó locamente las mechas de sus rubios cabellos extrañamente apagados, color de avena y arena. Miraba fijamente una cruz de piedra plantada algo aparte de las otras y según todas las apariencias, aunque no pudiera juzgarse con exactitud debido a los avances desiguales de la arena, de una forma notablemente más elevada. Pero lo que, desde cualquier punto de vista, a Albert le pareció más turbador en la situación de aquella cruz era que ninguno de los abultamientos todavía visibles del terreno, que volvían tan lúgubremente explicables la presencia de los emblemas de la redención en aquel lugar desierto, aparecía en sus alrededores inmediatos, donde solo ondulaban los pliegues irregulares de la arena, de suerte que el alma dudaba largamente en decidir si aquella cruz representaba todavía el signo de la Muerte tumbada a sus pies en el suelo, o si, por el contrario, se enfrentaba al pueblo dormido de la tumbas para presentarle la imagen orgullosa de la Vida eterna, presente todavía en medio de las soledades más fúnebres. El enigma de aquella cruz equívoca y disponible fue apoderándose poco a poco del ánimo de Albert, y una fuerza guió entonces su brazo mientras, manteniendo en su rostro la sonrisa casi insensata que hacía nacer en él secretas comparaciones, caminaba deprisa hacia la cruz y, armándose de una esquirla de piedra puntiaguda, grababa en ella toscamente el nombre de

HEIDE.