miércoles, 28 de mayo de 2014

III DELICIA SURREALISTA: "Robert Desnos o la entrada de los médiums"

Esta III Delicia Surrealista será el próximo jueves 29 de mayo, a las 20:30 en la Delicia de Leer (C/ Juan Agapito y Revilla, 10, 47004 Valladolid) y se centrara en la vida y obra de Robert Desnos, médium del surrealismo francés.

Robert Desnos (París, 4 de julio de 1900) falleció de tifus y desnutrición en el Campo de concentración de Terezin, el 8 de junio de 1945, pocos días después de ser liberado por las tropas rusas. El texto siguiente fue su último poema. Se lo encontró sobre su cadáver; está dedicado a su mujer Youki, y retoma el tema del conocido poema de la serie “A las misteriosa”, que presentamos a continuación. Ambos en versión de Aldo Pellegrini.

Y de postre "El piojo eléctrico" ¿Qué es? Ven y descúbrelo.



TANTO SOÑÉ CONTIGO por Robert Desnos

Tanto soñé contigo que pierdes tu realidad.
¿Todavía hay tiempo para alcanzar ese cuerpo vivo y besar
sobre esa boca el nacimiento de la voz que quiero?
Tanto soñé contigo que mis brazos habituados a cruzarse sobre
mi pecho cuando abrazan tu sombra, quizá ya no podrían
adaptarse al contorno de tu cuerpo.
Y frente a la existencia real de aquello que me obsesiona y
me gobierna desde hace días y años,
seguramente me transformaré en sombra.
Oh balances sentimentales.
Tanto soñé contigo que seguramente ya no podré despertar.
Duermo de pie, con mi cuerpo que se ofrece a todas las apariencias de la vida y del amor y tú, la única que cuenta ahora para mí, más difícil me resultará tocar tu frente y tus labios que los primeros labios y la primera frente que encuentre.
Tanto soñé contigo, tanto caminé, hablé, me tendí al lado de tu fantasma que ya no me resta sino ser fantasma entre los fantasmas, y cien veces más sombra que la sombra que
siempre pasea alegremente por el cuadrante solar de tu vida.

De A la mystérieuse 

lunes, 19 de mayo de 2014

II DELICIA SURREALISTA: Paul Eluard o el amor como única pasión por descubrir

Mañana martes 20 de mayo de 20:30 a 21:30 tendrá lugar en la librería La Delicia de Leer situada en C/ Juan Agapito y Revilla de Valladolid la "II Delicia Surrealista" entorno a la figura del gran poeta francés Paul Eluard. El propietario de este blog promete estar allí para opinar y leer textos.



EL ESPEJO DE UN MOMENTO

Disipa el día,
Muestra a los hombre las imágenes desligadas de la apariencia,
Quita a los hombres la posibilidad de distraerse,
Es duro como la piedra,
La piedra informe,
La piedra del movimiento y de la vista,
Y tiene tal resplandor que todas las armaduras y todas las máscaras quedan falseadas.
Lo que la mano ha tomado ni siquiera se digna tomar la forma de la mano,
Lo que ha sido comprendido ya no existe,
El pájaro se ha confundido con el viento,
El cielo con su verdad,
El hombre con su realidad.

(Paul Eluard, Capital del dolor, 1926. Traducción de Aldo Pellegrini)




sábado, 10 de mayo de 2014

CUADRO DE LA OBJETIVIDAD EN SADE por Gilbert Lély

[Biografía de Gilbert Lély aquí]

Gilbert Lely, toda una vida estudiando de la obra de Sade


¿Qué destino puede ser comparado con el de Sade? ¿Dónde nos ha sido dado, en otra parte sino en su vida y en su celebridad póstuma, reconocer de manera tan insistente la gestión sarcástica del Ángel de lo Bizarro? Emparentado con la raza de los reyes, no se permite por su nacimiento, en una época de jerarquías, ninguna consideración singular, ningún margen de libertad; arquetipo del deseo, se consume durante treinta años en las cárceles de tres regímenes; estudioso de la más importante de las psiconeurosis, se ve identificado a los monstruos de los cuales ha trazado la genial descripción, aunque muchas circunstancias de su historia lo designan como particularmente humano, generoso y sensible. En fin, cuando después de un siglo de ignorancia la justicia parece serle rendida gracias a la obstinación de un hombre heroico, un nuevo malestar se hace sentir alrededor de su obra, en razón del clima confusionista en que se sitúan en la actualidad la mayoría de sus críticos.

Parece ser en efecto que los ensayos de desigual valor consagrados últimamente al marqués de Sade, han contribuido prácticamente, sea por su inadecuación, total o parcial, sea por su bajeza, a oscurecer el problema del autor de las 120 Jornadas de Sodoma, tal como Maurice Heine lo había trazado en grandes líneas de manera definitiva. No obstante que algunos de esos ensayos –y pienso sobre todo en el admirable libro de Pierre Kossowski en el cual se asiste, por primera vez, a la búsqueda del contenido latente de la obra de Sade, en páginas en las que paradógicamente, el espíritu cristiano no deja de fecundar una profunda investigación psicoanalítica–, algunos de estos ensayos, decía, son los testimonios de una elevación del pensamiento a la cual se debe rendir homenaje, a pesar de los malentendidos a que pudieran conducir. En cuanto a la mayoría de los otros, proceden de una erudición improvisada o bien de aquélla inanidad trivial que no duda jamás en instalar sus pudrideros en medio de los sueños más límpidos. Dictadura de la inclinación personal, volubilidad metafísica, superposición de la obra y del escritor, repulsa enfermiza de considerar las cosas a la luz de lo esencial, ignorancia de las leyes elementales de la psicopatología, y, tal vez, debilidad mental y fantochada de expresión, tales son, con relación a Sade, los aspectos de la crítica al cabo de dos años aproximadamente.

Pensamos que este trabajo tiene por objeto justificar el llamado puro y simple de tres nociones fundamentales –amenazadas de amortajamiento– que presiden el conocimiento de la obra del marqués, a saber: el carácter objetivo y sistemático de la descripción que nos ha dado, por primera vez, del fenómeno algolágnico, la forma irreductible de su ateísmo, y finalmente esa exaltación permanente de la libertad del hombre, que parece incluso transparentarse, más allá del sentido de las palabras, en el puro ritmo de su discurso.

Aquí trataré de rendir cuenta, más que nada de la primera de esas tres nociones, en primer lugar porque ella actualmente es la más negada o bien es la menos comprendida; en segundo término porque el problema del ateísmo en Sade, ha sido de algún modo agotado en el prefacio con que el malogrado Maurice Heine ha hecho preceder su edicion del Diálogo entre un sacerdote y un moribundo; finalmente, porque el canto perentorio de la libertad del hombre, que se eleva de todas las obras del marqués, y que no ha escapado desde el principio a la sensibilidad surrealista, debe ser el objeto de un prefacio que nos reservamos para ofrecer en otro lugar.

Es importante, antes de emprender una disertación acerca del sadismo, precisar correctamente que esta psiconeurosis, en virtud de la ambivalencia de las pulsiones, sin cesar verificada por el psicoanálisis, no se manifiesta jamás en un mismo individuo, más que acompañada de su compañero inseparable: el masoquismo. Una tal coexistencia no debe sorprender sino sólo a primera vista. En el sadismo, tanto como en el masoquismo, se establece esquemáticamente, es sabido, una relación, real o simbólica, entre la crueldad y el placer amoroso: porque, que yo ejerza mi crueldad con relación a una mujer que me exalta, o que esta misma mujer me haga experimentar la suya, el resultado para mí descontado es el mismo; la única diferencia no se revela, por así decir, más que por un puro tecnicismo: objeto abandonado y reemplazado por sí mismo. Esta transformación del activo en pasivo, o recíprocamente, no sabría disfrazarse con el misterio, para aquél que se halle penetrado de la maravillosa plasticidad del psiquismo humano bajo la influencia de la pasión. Parece incluso tener lugar en ocasiones sin ninguna transición, sin ninguna perturbación emotiva; y la alianza de los dos contrarios se presenta de modo tan estrecho, que Freud ha podido declarar que tal desviación “no se ejecuta jamás sobre la totalidad de la emoción pulsional” y que la pulsión inicial persiste, más o menos, al lado de la nueva, “incluso cuando el proceso de transformación [...] ha sido muy intenso”. (Metapsicología, en “Revue française de Psychanalyse”, T. IX, nº I, pág. 40).

Un siglo antes de que el término algolagnia (algos: dolor; lagneia: voluptuosidad) hubiese sido acuñado por Schrenck-Notzing para que fuese encerrada en un solo vocablo la noción no contradictoria del dolor recibido tanto como infligido, en sus intercambios con el placer amoroso, no se encontraba un solo personaje de primer orden, tanto masculino como femenino, surgido de la imaginación de Sade (salvo, como veremos más adelante, el de Justine), que ya no hubiese demostrado por su comportamiento la concomitancia invariable del sadismo y del masoquismo. Los Noirceuil, los Saint-Fond, las Juliette y los Clairwil, persiguen en la flagelación pasiva una voluptuosidad intrínseca, raramente un beneficio fisiológico. Las expresiones más variadas del masoquismo abundan en mil ejemplos entre estos crueles personajes. Un tomo de las Prosperidades del vicio que abramos al azar nos proporciona inmediatamente dos: Saint-Fond demanda a Juliette que lo estrangule mientras que él sodomiza a Palmire (Juliette, 1797, T.VI, pág. 265); en cuanto a Juliette, en el curso de otro de los episodios, se dirige en estos términos a Delcour, el verdugo de Nantes: “Es preciso que me golpeés, que me ultrajes, que me fustigues...” y, en tanto que él le inflige ese duro tratamiento, ella exclama: “¡Delcour [...], oh divino destructor de la especie humana! A quien adoro y en quien gozo, maltrata a tu puta más fuerte, imprímele las marcas de tu mano; ya ves que ella se inflama por llevarlas. Acaba con la idea de verter su sangre sobre tus dedos; no la ahorres mi amor...”(Id, págs. 180-181).

Es únicamente en Justine, sin embargo, que se hace imposible constatar que una de las dos ramas de la algolagnia se empareja a su contraria. Es solamente el masoquismo, y bajo su forma inconsciente –la afición neurótica hacia todo lo que puede serle funesto– lo que parece, a primera vista, revelarse en ella. Pero no se podría, a partir de un análisis, hablar del masoquismo, incluso teórico, de esta heroína, por la simple razón de que Justine –caso excepcional entre las protagonistas de las novelas de Sade– se halla casi desprovista de toda significación psicológica, si bien no en cada uno de los detalles que la conciernen al menos en el conjunto de sus reacciones. Justine es una entidad, una construcción abstracta, y no parece haber sido imaginada por el autor más que en vista de la demostración de su tesis pesimista sobre las consecuencias de la virtud. Es de notar que en la novela recíproca de las Prosperidades del vicio, Juliette no ha sido concebida bajo esta asfixia psicológica que hace de su joven hermana un verdadero autómata arrojado por el marqués en medio de seres vivientes. –Cualquiera sea la escasa realidad de Justine, ¿nos será permitido hacer esta observación, enteramente subjetiva, aunque excitante para la imaginación, que parece haber sido dado a Sade, al cabo de cuatrocientos años sobre la persona sustitutiva de su heroína mil veces violada, vengar implícitamente a Petrarca de los rechazos perpetuos de su abuela Laura, al perseguir con un odio sin cuartel la castidad, nacida del horror cristiano de la carne?

(El Sr. Jean Paulhan ha querido reconocer en este personaje de Justine la identidad misma del marqués, luego de haber “descubierto”, no sin ampulosidad, que el marqués de Sade era masoquista. Del masoquismo de Sade, emparentado con su sadismo, no ignoramos la existencia: fue el mismo del “affaire” de Marsella, fecundo en flagelaciones tanto recibidas como infligidas. No habríamos podido menos que agradecer al Sr. Jean Paulhan que se hubiese creído en el deber de recordarnos, en el marqués de Sade, una tendencia que el nombre mismo de este autor parece, a los ojos del vulgo, excluir de su comportamiento. ¡Pero para el Sr. Jean Paulhan, en su introducción a los Infortunios de la virtud, el masoquismo de Sade y no más su sadismo, constituye, gloriosamente, “la palabra del enigma”! (pág. XXXVII). Esta teoría implícita de la incompatibilidad de dos pulsiones es también anacrónica, después de los trabajos de Freud, como lo fue, hacia 1860, la creencia de ciertos médicos retardatarios, en la falsa entidad mórbida gonorrea-sífilis, reducida a la nada por Ricord más de veinte años atrás. Agreguemos que el Sr. Paulhan, que tiene el hábito de guacearse con los lectores (el presidente de Montreuil “que tiene más bien el aire”, escribe él, “de hacerse en el calzón” [pág. XXXIV]), que el Sr. Paulhan, digo, había declarado ante todo que ¡“el masoquismo es incomprensible”! (pág. XXXVIII). Y es necesario admirar en ese sentido la gracia dialéctica de aquél para quien el marqués de Sade abunda en “espantosas vulgaridades” y en “racionalizaciones hasta perderse de vista” (pág. IX): “Que el dolor del prójimo me produzca placer”, argumenta el Sr. Paulhan, “es evidentemente un sentimiento singular; es sin duda un sentimiento condenable. Es, en todo caso un sentimiento claro y accesible, que la Enciclopedia puede hacer figurar en sus registros. Pero que mi propio dolor me produzca placer, que mi humillación me enorgullezca, ya no es ni condenable ni singular, es simplemente oscuro, y tengo ocasión de responder: si es el dolor, no es el placer; si es el orgullo, no es la humillación. Si es... Así a continuación.” (Pág. XXXIX). Es sorprendente que críticos como los Sres. George Bataille y Maurice Blanchot, se hayan extasiado a porfía sobre el doble “descubrimiento” del Sr. Jean Paulhan: Sade, masoquista; Sade es Justine –acreditando de esta suerte, en primer lugar, una perogrullada, trocada en error por la exclusión de la tendencia sádica; y en segundo lugar, esa operación falaz que consiste en identificar al escritor con sus personajes, lo que en el caso presente no representa más que la réplica de los procesos, otrora aplicados a la persona de Sade, por los Dulaure y los Janin de poco saludable memoria, con la única diferencia que, para ellos, el marqués se confundía con los verdugos representados en sus obras, mientras que, para el Sr. Jean Paulhan, se confunde con las víctimas.

De todas las psiconeurosis, el sadomasoquismo, o algolagnia, es ciertamente la más expandida. Son extremadamente raros los casos en los que no se presentase algún vestigio; tal vez incluso no existan. Pero es necesario agregar que, lo más habitualmente, al menos en tiempos de paz, el sadomasoquismo se presenta en un grado tan débil o bajo la máscara de un simbolismo en apariencia tan alejado de su objeto, que no es visible, por así decir, al ojo desnudo. La multiplicidad de sus aspectos se encuentra enteramente contenida en la admirable definición del Dr. Eugen Duehren, cuya exhaustiva brevedad no podría ser superada: “ [El sadomasoquismo] es la relación procurada deliberadamente, u ofreciéndose por azar, entre la excitación y el placer sexuales y la realización manifiesta o solamente simbólica (imaginaria, ilusoria) de acontecimientos terribles, hechos espantables y acciones destructivas que amenazan o aniquilan la vida, la salud y la propiedad del hombre y de otros seres animados, y que ponen en peligro o anulan la continuidad de las cosas inanimadas; en todas estas ocurrencias, el hombre que se procura un placer sexual puede ser el autor directo él mismo, o hacerlo producir por los demás, o bien resultar únicamente su espectador, o bien representar de grado o por fuerza el objeto de ataque por parte de estos agentes.” (Le Marquis de Sade et son temps, 1901, págs. 414-415).

Si nos basamos en la doctrina freudiana (y la psiquiatría clásica se ha visto obligada a aceptar sus nociones fundamentales), se puede admitir que tres soluciones competen a las psico-neurosis. La más grave puede conducir al crimen o desembocar en el umbral de la psicosis. La solución de rechazo, la más habitual, se traduce por medio de las obsesiones o de las fobias. Una tercera solución, en la cual el rechazo teóricamente no deja de tener lugar, consiste en la sublimación de los instintos antisociales, manifestándose a veces bajo la forma de obras literarias o artísticas. Pareciera existir, para el sadomasoquismo, no ya una cuarta solución, sino una especie de cuadro anexo, el cual aún podría ser incluido dentro del orden de la morbidez, si no fuese que éste lo excluye completamente: nos referimos al acto amoroso normal. Es indudable que, durante la conjunción sexual, los comportamientos del hombre y de la mujer se emparentan respectivamente con los del sadismo y el masoquismo. Ambas pulsiones, presentadas bajo una forma apenas esbozada, cuando no bajo un aspecto puramente fisiológico, no dejan por ello de manifestarse de manera patente. Por lo demás, un tal estado de cosas es completamente conforme al carácter de uno y otro sexo, y se puede incluso decir que la presencia de estas parcelas de sadismo y masoquismo es la única susceptible de revestir al acto de amor con la garra de la perfección.

La primera idea que se presenta al espíritu es asignar a la psiconeurosis de Sade la tercera de estas soluciones: la de la sublimación, generadora de obras literarias. Pero esta elección, como por otra parte una u otra de las dos primeras soluciones, implica la existencia de un mecanismo de rechazo que nos parece incompatible con lo que se sabe del marqués. Sade tenía plena conciencia de su algolagnia, la cual, no se podría decirlo mejor, se manifestaba en sus actos bajo una forma apenas más acentuada que lo que nos ha sido dado constatar entre los seres humanos llamados “normales”. Debería entonces instituirse, para el marqués, un cuadro sadomasoquista especial, aunque evidentemente emparentado con el de la sublimación: pero en primer lugar, su sublimación no sería inconsciente, y, en segundo lugar, se ejercería en el dominio de la ciencia. Las contribuciones literarias de Sade, pese a encontrarse entre las más sensacionales de los tiempos modernos, no se inscribirían aquí más que a título informativo e independientemente de su psiconeurosis. A mi juicio, ante todo, el marqués de Sade es un hombre dotado de una imaginación científica genial. ¿Qué cosa es la imaginación en su más alta expresión? No es la puesta en obra recreativa de la ficción: es, en medio de un fragmento de la realidad, la reconstrucción de la realidad entera. Semejante al naturalista Cuvier, que a partir de un hueso fósil sabía deducir una organización animal completa, el marqués de Sade, a partir de los elementos rudimentarios de su magra algolagnia (a los cuales, sin embargo, debió agregar los actos de los que pudo ser testigo), edificó, sin ayuda de precursor alguno y alcanzando decididamente la perfección, un museo gigantesco de la perversión sadomasoquista; empresa que, revestida con todos los prestigios de la poesía y la elocuencia, no por ello deja de presentarse bajo la luz de la disciplina científica más conciente y más eficaz.

Acabamos de reconocer que tendencias algolágnicas, por moderadas que pudieran ser, se encuentran en el origen de la obra de Sade. Pero, a nuestro juicio, tal constatación no podría impugnar el carácter objetivo de esta obra. ¿En la elección de qué actividad humana, efectivamente –¿se trataría de la zapatería o de la carrera de contador?–, se podría revelar de manera constante una simiente más o menos activa de subjetividad?

El exordio de las 120 Jornadas de Sodoma demuestra claramente las intenciones científicas del autor: “Imagínate, dice Sade al lector, que todo placer honesto o prescripto por esa bestia de la que tú hablas sin cesar sin conocerla y que llamas naturaleza, que esos placeres, te digo, serán expresamente excluidos de esta compilación, y si acaso los encontraras por azar, nunca los verás más que acompañados por el crimen o coloreados por alguna infamia.” (Ed. Maurice Heine, T. I, pág. 74). Y, más lejos, Sade agrega: “En cuanto a la diversidad, puedes estar seguro de que ella es exacta; estudia bien la de las pasiones, que te parecen no guardar diferencia alguna con las demás. Verás que esta diferencia existe, y, por ligera que sea, que es precisamente la única en poseer ese refinamiento, ese tacto, que distingue y caracteriza el género de libertinaje que se trata aquí.” (Id., pág. 75). Las 120 Jornadas de Sodoma forman el tronco majestuoso desde donde parten las ramas principales (ellas mismas ramificadas en otras obras menos importantes) de la Nueva Justine, Juliette y los cuadernos destruidos de las Jornadas de Florbelle, tal como se puede juzgar, en el caso de esta última novela, por las notas inéditas que subsisten todavía. “Al perder las 120 Jornadas de Sodoma, escribe Maurice Heine en su Introducción a esta obra, Sade se ve privado de su obra maestra, y él lo sabe. El resto de su vida literaria estará dominado por la preocupación de remediar las consecuencias de tal accidente. Tratará entonces, con una perseverancia y una insistencia dolorosas, de alcanzar nuevamente esa misma destreza, que conociera en el supremo grado de su soledad y misantropía”. “El pensamiento del marqués de Sade, prosigue más adelante Maurice Heine, se expresa aquí con tanta fuerza y autoridad, que la mayoría de sus otras obras pueden ser asimiladas a paráfrasis de esta suma anterior.” La clasificación que nos ofrecen las 120 Jornadas de Sodoma de las “pasiones de primera clase o simples”, de “segunda clase o dobles”, de “tercera clase o criminales”, los casos de necrofilia o de coprofilia, por ejemplo, que se encuentran presentados sistemáticamente, en suma la economía general de la obra, hacen aparecer sin contradicción la voluntad didáctica que ha presidido su factura.

Si en Justine y en Juliette, un lugar más importante ha sido reservado a la fabulación novelesca, la constancia y unidad de diseño científico de Sade no se ven menos manifiestas. El autor retoma, en ciertos pasajes, casos de perversión que ya habían sido contabilizados en las 120 Jornadas de Sodoma. No vamos a proporcionar más que un solo ejemplo, relativo a la necrofilia: en las 120 Jornadas, el episodio del duque de Florville (que se encontrará entre nuestros fragmentos escogidos), se emparenta estrechamente con un episodio de Juliette, el de Cordelli; más aún, se encuentran, en ambas versiones, expresiones idénticas. Finalmente en estas frases de la Nueva Justine, donde con un entusismo sin igual Sade se nos aparece penetrado de la nobleza científica del trabajo que había emprendido en la Bastilla, y que la pérdida de su sublime rollo no le habían hecho abandonar: “Uno no se imagina cuántos cuadros son necesarios para el desarrollo del espíritu. Somos aún tan ignorantes en esta ciencia [la del alma humana], nada más que por la estúpida moderación de quienes escriben sobre estas materias. Encadenados por absurdos temores, no nos hablan sino de todas esas puerilidades conocidas de todos los imbéciles, y no se atreven, posando una mano atrevida sobre el corazón humano, a ofrecer a nuestros ojos los gigantescos desvaríos.” (Ed. de 1797, T. IV, pág. 173).

Pero si el marqués de Sade ha precedido en cien años a los Krafft-Ebing y a los Havelock Ellis en el dominio de la patología sexual descriptiva, debe ser considerado igualmente como alguien que esclareció ciertas nociones fundamentales que rigen el sistema freudiano. Se sabe que el punto esencial del psicoanálisis es la noción de la preexistencia del erotismo en el niño. Freud demostró que las primeras impresiones sexuales de la infancia comandan y determinan la naturaleza de la libido definitiva y que su represión bajo el imperio de las prohibiciones sociales o éticas destruye, más o menos gravemente, el equilibrio mental del adulto. Ahora bien, ¿qué decía el marqués de Sade hacia fines del siglo XVIII?: “Es en el seno de la madre donde se fabrican los órganos que deberán volvernos susceptibles de tal o cual fantasía; los primeros objetos presentados, los primeros discursos escuchados acabarán por determinar el impulso; los gustos se forman y nada en el mundo podrán destruirlos jamás.” (Justine, 1791, T. I, pág. 245). El niño, observa igualmente Freud, presenta una tendencia natural al incesto y al sadismo. Una vez más, ¿qué decía el marqués?: “La naturaleza inspira al niño para que sodomize a su hermana: lo hace, no sospechando otra vía mejor. Perversión espantosa, concebida en el seno de la inocencia y la naturaleza; no acaba de disfrutar de su hermana y ya quiere pegarle, ocasionarle un sufrimiento.” (La Nueva Justine, 1787, T. II, pág. 273).

Pero no han sido solamente la hormonología ni la anatomía fisiopatológica las que han encontrado su precursor en Sade, el mismo que exclamaba en su Justine de 1791: “Cuando la anatomía sea perfeccionada se demostrará fácilmente, por medio de ella, la relación entre la organización del hombre y los gustos que lo hubiesen afectado. Pedantes, verdugos, carceleros, legisladores, canalla tonsurada, ¿qué harán ustedes, cuando nosotros estemos allí?, ¿en qué devendrán sus leyes, su moral, su religión, sus potencias, sus paraísos, sus dioses, su infierno, cuando se haya demostrado que tal o cual circulación de licores, tales especies de fibras, tal grado de acritud en la sangre o en los espíritus animales bastan para hacer de un hombre el objeto de sus castigos o recompensas?” (Ed. Lisieux, pág. 182).

Con la tesis de la objetividad en Sade se relaciona la incriminación de ese razonamiento bajamente policíaco, que tiende, aún en la actualidad, a establecer una conformidad más o menos estrecha entre el autor de las 120 Jornadas de Sodoma y los personajes de sus novelas. Sin embargo, ¿quién osaría acusar a Shakespeare por los crímenes cometidos por Ricardo III? ¿Quién podría imputar al Dr. Koch los estragos cometidos por el bacilo al cual ha dado su nombre? El Dr. Eugen Duehren había hecho justicia, al cabo de mucho tiempo, a una identificación tan injusta como infecunda, cuando declaró que “no se debe deducir sencillamente el carácter del marqués de Sade del contenido de sus obras, considerando que el crímen sea habitualmente deshonroso, igual que el vicio.” (Obra cit., pág. 422). Entre algunas referencias de este orden que pueden encontrarse en los libros de Sade, merece ser citado abundantemente un párrafo extenso del Caballero, en la Filosofía en el tocador: “Permítanme, les ruego, retomar los principios de Dolmancé, para tratar de discutirlos y, si puedo, aniquilarlos. ¡Ah! ¡Qué diferente serías, hombre cruel, si privado de la inmensa fortuna que posees y donde encuentras los medios para satisfacer tus pasiones, tuvieras que languidecer durante largos años en el infortunio agobiante del cual tu espíritu feroz se atreve a culpar a los miserables! Cuando tu cuerpo, sólo cansado por las voluptuosidades, descansa lánguidamente sobre lechos de plumas, mira el suyo, agobiado por los trabajos que te permiten vivir, que recoge un poco de paja para preservarse del frío de la tierra, cuya superficie, al igual que las bestias, es lo único que tiene para acostarse; rodeado de platos suculentos, con los que veinte alumnos de Comus despiertan a diario tu sensibilidad, mira cómo esos desgraciados le disputan a los lobos, en los bosques, la amarga raíz de un suelo agostado; cuando los juegos, las gracias y las risas conducen hasta tu lecho impuro los objetos más hermosos del templo de Cyterea, mira a ese miserable tendido junto a su triste esposa, que satisfecho de los placeres que recoge en el seno de las lágrimas no puede ni siquiera imaginar que existen otros; míralo, cuando no te privas de nada, cuando vives en medio de lo superfluo; míralo, te pido, falto constantemente de las cosas necesarias para atender las necesidades elementales de la vida; contempla su familia desolada; ve a su esposa, temblando, compartirse con ternura entre los cuidados que debe a su marido, que languidece cerca suyo, y aquéllos que la naturaleza exige para los vástagos de su amor, privada de la posibilidad de cumplir con esos deberes tan sagrados para su alma sensible; ¡óyelos sin estremecerte, si es que puedes, cuando reclaman cerca tuyo eso superfluo que tu crueldad les niega! Bárbaro, ¿no son acaso hombres como tú? y si os parecen, ¿por qué debes gozar cuando ellos languidecen? Eugenia, Eugenia, no apague en su conciencia la voz de la naturaleza: es a la beneficencia que ella la conducirá cuando, a pesar de usted misma, separe su voz del fuego de las pasiones que la absorben. Estoy de acuerdo en que dejemos de lado los principios religiosos, pero no abandonemos las virtudes que la sensibilidad nos inspira; sólo practicándolas gozaremos de los más dulces placeres del alma, y también los más deliciosos.” (La filosofía en el tocador, ed. Helpey, págs. 265-266).

El acento tan patético de estas reprimendas, a mi juicio, confiere a este largo párrafo un vivo carácter de sinceridad. Sin embargo, mi impresión personal no me parece suficiente para inferir de este pasaje que él exprese la sensibilidad misma de Sade. Lo que confirma mi creencia, es que numerosas cartas del marqués, por la simultaneidad de su ateísmo y de su profundo calor humano, pueden ser puestas en paralelo con la réplica del caballero. Pero no haría falta que nos refiriésemos a la correspondencia de Sade, cuando las circunstancias mismas de su vida no cesan de revelárnoslo tan poco conforme al personaje monstruoso de la leyenda. ¿Recordaremos su generosidad extraordinaria, en comparación con los Montreuil? ¿Y cuánta intrepidez pudo demostrar durante la época del Terror, al oponerse públicamente contra la pena de muerte? Se sabe que siendo presidente de la sección de Piques, se atrevió rehusar, el 2 de agosto de 1793, la legalización de “un horror, una inhumanidad”, y que pasó a ocupar la vicepresidencia. Es difícil no emocionarse cuando se lo imagina, en 1799, a la edad de sesenta años, en su buhardilla de Versailles, “alzando y alimentando” al niño de Constance Quesnet con los cuarenta sueldos de su jornal de soplabotella. Los parágrafos todavía inéditos de su testamento lo muestran únicamente preocupado por asegurar, en las proximidades de su muerte, a la misma Constance Quesnet “una renta suficiente para su alimentación y para su sustento.” Citaremos entre los muchos testimonios que él había sabido inspirar, la súplica redactada en 1779 por las autoridades de La Coste, en los tiempos de su cautiverio en la torre de Vincennes: “... El señor marqués de Sade era más su padre que su amo. Los pobres encontraban en él una defensa asegurada, algunos un protector, y cada día estaba signado por un gesto de benevolencia. Conmovidos por el mismo golpe que continúa asestándose sobre su persona, se lamentan y no cesan con las voces más ardientes de reclamar un retorno, que ellos aguardan como el término de la calamidad que les aflige. [...] Los suplicantes así lo esperan y que a la brevedad la calma y la alegría renacientes en los corazones heridos por la inquietud y la amargura, bendigan la mano que les habrá devuelto a su señor, su padre y su protector.” (P. Bourdin, Correspondencia inédita del marqués de Sade, 1929, pág. 146).

Es un lugar común hacer notar que si el marqués de Sade hubiese sido el homólogo de los héroes crueles de sus novelas, el régimen del Terror hubiera podido proporcionarle fácilmente esos “sólidos disfrutes” que menciona Collot d’Herbois y que el ex comediante compartiera junto a los Joseph Le Bon, los Carrier y los Fréron. Pierre Kossowski, en líneas de una alta exigencia de pensamiento, ha definido la situación de Sade en relación con los sangrientos orgasmos del Terror, y, al mismo tiempo, ha señalado magistralmente la prolongación ética de su obra: “Debemos atribuir a Sade, escribe el Sr. Pierre Klossowski, una función denunciadora de las fuerzas oscuras disfrazadas de valores sociales por los mecanismos de defensa de la colectividad; así disfrazadas esas fuerzas oscuras pueden seguir en el vacío su ronda infernal. Sade no temió mezclarse con esas fuerzas, pero entró en la danza a fin de arrancar las máscaras que la Revolución les había puesto para hacerlas aceptables y permitir su práctica inocente a los “hijos de la patria.” (Obra cit., págs. 42-43).

¿En el corral de los tiranos, que en nombre de la libertad habían osado DECRETAR “la existencia del Ser supremo y de la inmortalidad del alma”? Sabemos que no ha dependido más que de una sola jornada que no se hubiese podido ver rodar en el cadalso la cabeza del prisionero de Carmes, del denigrador de todos los dioses, la cabeza órfica de D.-A.-F. de Sade. Sabemos que le ha sido dado al pretendido emperador de los Franceses –origen y motor de esta psicosis de anexión que ha podrido hasta nuestros días la cronología de Europa– hacer encarcelar de por vida en un asilo de dementes al héroe más lúcido de la historia del pensamiento. El ídolo de los granaderos, el perro fecal del Brumario, había reconocido inmediatamente que el legislador de la república de Tamoé, era por definición el más formidable adversario de su régimen. Así como la religión pretende imponer a los hombres las peores cosas sobre la tierra para hacerles merecer las alegrías del más allá, de la misma manera los fantasmas de la libertad, por la felicidad ilimitada de las futuras generaciones o por volver a esos mismos hombres estáticamente dichosos, los someten en tanto que individuos al sufrimiento de cada día. “Me había olvidado, escribió en 1795 el diplomático de Alave, Courtois, que la felicidad pública no se compone más que de elementos de felicidad individual, y que debe destruirse la felicidad individual para crear la felicidad pública..”

Dios de la guillotina, Dios de Austerlitz y de Friedland, Dios de Bismark, Dios masacrador de los Federados, Dios del fascismo proteiforme –Dios con el morro del rinoceronte de los siglos... Desde que Jehovah ha sido despojado de sus atributos celestes, ha vuelto a florecer más monstruoso en sus avatares humanos; bajo la máscara de las ideologías, continúa alimentando universalmente el cáncer del fanatismo.– Si el pensamiento encarnizado del marqués hubiese sido comprendido, si la ignorancia y el rechazo no se hubiesen, durante cinco generaciones, apartado con horror de sus obras, si ellas no hubiesen sido consideradas como los frutos de la imaginación de un criminal delirante; si el hombre, esclavo y torturador, hubiese consentido en persuadirse sobre las atroces posibilidades que contiene su naturaleza y que Sade, por vez primera, tuvo la lucidez de concebir y el coraje de revelar, tal vez el innombrable período 1933-1945 no hubiese llegado a deshonrar para siempre el carácter de la raza humana y no la hubiera predispuesto para las sangrientas idolatrías de las que ella no parece tener viso alguno de despertar o de sustraerse.


Traduc.: Juan Carlos Otaño


(*) “Tableau de l’objetivité de Sade”. Introducción a Morceaux choisis de Donatien-Alphonse-François Marquis de Sade, Seghers, París, 1948.

jueves, 8 de mayo de 2014

COMUNICACIÓN ACADÉMICA por Herberto Hélder

[Herberto Hélder de Oliveira (n. en Funchal, Madeira, Portugal, 23 de noviembre de 1930). Escritor portugués.

Frecuentó la Facultad de Letras de Lisboa, habiendo trabajado en Lisboa como periodista, bibliotecario, traductor y presentador de programas de radio.

Es uno de los poetas más originales en lengua portuguesa. Es una figura algo misteriosa porque se abstiene de dar entrevistas y recibir premios. En 1994 recibió el Premio Pessoa, que rechazó.

Su producción escrita comenzó por situarse en el ámbito de un pos-surrealismo y en la década de 1960 acompañó el movimiento del concretismo. Escribió Os passos em Volta, Photomaton e Vox y Poesia Toda. Este último título es una antología personal de sus libros de poesía que ha sido depurada a lo largo de los años. En cada edición esta antología se vuelve más reducida.

Su lenguaje poético tiene que ver con la alquimia.

(Extraído de Wikipedia)]

Helberto Hélder, alquimista de la lengua portuguesa


Gato durmiendo debajo de un pimentero: gato amarillo hojas verdísimas pimientos rojos: sueño redondo: sombras pequeñas de pimientos rojos en el sueño del gato: hojas sombrías dentro del amarillo: pimientos durmiendo en un gato rojo: verdes redondos en el sueño del pimentero: el amarillo: de la cabeza del gato nacen pimientos verdísimos de sueño: sueño rojo: sombras amarillas en el gato redondo de sueño verdísimo debajo de un pimentero amarillo: la sombra del gato dando hojas redondas soñando amarillo sobre los pimientos: agua: sequedad sombría del gato rojo: el sueño del agua duerme en el pimentero: la sombra de la cal de las paredes secas duerme en el gato de agua amarilla: la cal da pimientos que sueñan en las hojas del gato: el sueño de la cal da sombras redondas en el gato envuelto en el rojo: el agua es una sombra el gato es una hoja el sueño es un pimentero: la cal es lo verdísimo del sueño seco dando sombra en el amarillo: pimentero redondo: pimientos de cal envueltos en el sueño del silencio amarillo: el silencio da gatos que sueñan pimientos que dan sueño en la cal que da sombra en las hojas que dan agua en la sequedad del tiempo rojo: el tiempo se envuelve debajo de la cabeza del pimentero que se envuelve en el gato de cal del sueño amarillo: el sueño de dentro de los pimientos debajo del redondo verdísimo envuelto en el sueño: y duerme el pimentero con las sombras del gato redondo envolviéndose en las hojas: silencio de sueño sueño de tiempo: todo amarillo: noche del pimentero sueño de la cal hojas del gato sueño de las sombras del verdísimo rojo: sequedad de la noche: noche del gato en la noche de la cal con la noche de las hojas dentro de la noche del verdísimo debajo de la noche del sueño delante de la noche del pimentero después la noche del agua conforme la noche debajo con la noche envuelta contra la noche del amarillo desde la noche de las sombras consonante la noche redonda para la noche de dentro durante la noche del rojo detrás de la noche de los tiempos debajo de la noche sin a la frente del con de la noche conforme la noche conforme: la noche de los tiempos: un gato de dentro desapareciendo en un pimentero: pimentero desapareciendo: la cal muriendo en el sueño de las hojas pequeñas: el silencio de todo en el mundo entero:
y ceteramente suyo entero:

herberto helder :

en enero:

mil novecientos sesenta y tres

De La máquina lírica (1963)

Ilustración de Carlos Ferreiro para 
el libro Cobra de Herberto Helder

martes, 29 de abril de 2014

LA LANGOSTA ARTRÍTICA por Gisele Prassinos

[Nació en Estambul el 26 de febrero de 1920, de origen griego. Descubierta por Breton a los 14 años ("Comencé a escribir a los 14 años, dice, por el placer de utilizar papel de cartas nuevo"), a esa edad aparecen sus primeros poemas en la revista "Minotaure" y en "Documents 34". A los 15 años publica su primer libro y a los 18 años ya había publicado ocho libros de textos y poemas. Breton en su antología del humor negro dice de ella: "Su tono es único, todos los poetas se vuelven celosos ante ella. Swift baja los ojos y Sade cierra su bombonera". Eluard la definió así: "Tiene la moral de los niños poetas: moral de disociación, de negación, de supresión, de revuelta".

Se casó con Pierre Fridas en 1949 y con él tradujo la obra de Nikos Kazantzakis.

(Extraído de la Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini)]

La niña-poeta asombrando a sus mayores


Busqué por todas partes un lugar de reposo
             por qué no
sin siquiera atrapar un aro en la piel
             cierto que no
encontré un riel con alquitrán
             hay que decirlo
mi flor perdió su primer capullo
             pero en broma
pinché a una vaca con un bombón
             porque sí
di que es una blusa de papel marrón
             yo no tengo
Escupí tinta en la sartén
             si mi corazón
mientras saboreaba la goma de borrar
             qué dolor
comí afrecho que tenía sarampión
             sin gritar
cuando tuve la panza llena cargué mi pipa
             tu zapato se soltó

Ilustración de Gisele Prassinos


lunes, 28 de abril de 2014

BABILONIA (fragmento) por René Crevel

[Bibliografía de René Crevel, aquí.]

Crevel, una vida corta pero intensa al servicio de la poesía.

Entonces, qué maravilloso mediodía después de la larga mañana inmóvil. Estás completamente sola frente al espejo. Tus orejas son demasiado bellas para mostrarlas a un tiempo. Sacudes tu cabellera y, con un brusco movimiento, la vuelcas por entero a la derecha. A la izquierda una concha de transparencia rosada yace sobre un lecho de algas llameantes. Rápido, rápido, encamínate al palacio donde no hay más luz que la de la danza y el capricho de los peces detrás de los cristales.

Globos de esperanza, estrellas de locura, zarzas de odio, pompas de arco iris, orquídeas de amor, lianas de traición, gorgoteos de sed, frutos de mar y flores de olas, palomas diáfanas, pájaros en un cielo de agua, qué aurora en el fondo de los mares han pintado esos acróbatas de nácar. En sus mallas, soles desconocidos han dejado rayos tales que, al mirarlos, Cintia, te has vuelto resplandeciente para toda la vida. Deslizaos, anguilas, oh vosotras que venís de las montañas donde erais serpientes para ir a lo más profundo del mar de los Sargazos y enlazaros unas con otras. Hocicos violetas de cantores mudos chocan contra los cristales. El magnífico incendio ilumina el centro de un ónix monstruoso, mientras en el polvo de sus facetas exteriores pequeñísimos monos de una nada total obligan a los burlones a no reírse más y a reconocer en el semblante de las bestias sus angustias orgullosamente humanas. Pero los cinocéfalos y sus puñados de deseos satisfechos no fueron hechos para tu diversión, tú, la que paseas. ¿Y qué podían importarte tampoco sus hermanos gigantes que no conocen más juego que el de metamorfosear en delicadas flores las mondaduras de banana?

En medio del día, en la capital más grande de Europa, sentiste crecer tu fuerza. La hierba es verde, el sol redondo, y más simples que los caminos de los campos son las rutas que atraviesan los jardines botánicos hacia los animales. Tú marchas avergonzada de esta parte del mundo que debe pedir a las otras sus bestias salvajes, las bestias que Europa quiere condenar al olvido de los inmensos gritos desgarradores de la selva. Una jungla de hierro pintarrajeado, con calefacción central, por más que ensaye imitaciones de África, sólo logra un furtivo murmullo de exilio en lugar de la ronca y libre canción. Incienso fétido de las tortugas gigantes, ridícula cólera de los leones, afrenta de los tigres, desprecio de las panteras, coquetería de las cobras demasiado pulidas para ser honestas, sueño fingido de los cocodrilos, Cintia, jamás olvidarás las jaulas y el acuario en medio del césped, pero como ni ese pez excepcionalmente chato, ni ese pulpo, ni ese leopardo deben determinar tu destino, tú abandonas el zoo sin volver la cabeza.

Esa misma tarde a las siete estarás en una capital del otro lado de la Mancha y aceptarás toda una familia a causa de un yerno extraordinariamente hermoso, cuyos ojos te parecen del color mismo del cielo, de un cielo de La Habana que no sería azul sino tabaco. Gracias al regalo del hombre sin rostro esa castaña se transformará gradualmente en metal amarillo. Sea así doblemente elogiado aquel que operando sobre tu virginidad te hizo además el don de una valija de sueños. Viajas con tu paraíso y en cada uno de tus días hay horas de oasis de inmovilidad.

Ahora, he aquí el momento de detenerse. Has andado por las calles de carne. Para la niña que llega a ser mujer tú has hablado. Pero se ha hecho tarde, misteriosa. Eres la que pasa. Es necesario decir adiós. Mañana vuelves a partir hacia tus brumas de origen. En una ciudad, roja y gris, tendrás un cuarto sin color, de paredes de plata, con ventanas abiertas directamente hacia las nubes de las que eres hermana. Habrá que buscar en pleno ciclo la sombra de tu rostro, el ademán de tus dedos.

Separadas las piernas, una ciudad se duerme, desnuda sobre el mar fosforescente.

Ilustración de Max Ernst para Babilonia de Crevel

domingo, 30 de marzo de 2014

EN ESTA NOCHE EN ESTE MUNDO por Alejandra Pizarnik

[Hablando de Alejandra Pizarnik, el diálogo entre creación y destrucción, coherencia y diversidad contradictoria, se resuelve en una biografía llena de serios equívocos. Consta en el registro que su natalicio fue el 29 de abril de 1936. Su raigambre es ruso-judía, y ésa es la identidad que defienden sus padres, llegados a la Argentina tras haber permanecido algún tiempo en París, donde vive un hermano del cabeza de familia, Elías Pozharnik. Ya habrá notado el lector una variante en la ortografía del apellido, un hecho atribuible, según la versión de César Aira, a «uno de los muy corrientes errores de registro de los funcionarios de inmigración. Tenía veintisiete años, y no hablaba una palabra de castellano, lo que era el caso asimismo de su esposa, un año menor, Rejzla Bromiker, cuyo nombre pasó a ser Rosa» (Alejandra Pizarnik, Barcelona, Ediciones Omega, col. Vidas literarias, 2001, p. 9). Con los Pizarnik instalados en la capital argentina, el árbol genealógico acoge a dos niñas: Myriam y Flora, más tarde llamada Alejandra. El clan ocupa una espaciosa vivienda en Avellaneda, mantenida gracias al negocio de venta de joyería al que se dedica Elías. El destierro, por doloroso que parezca, es en este caso providencial, pues el resto de los Pozharnik y Bromiker, «con excepción del hermano del padre en París, y la hermana de la madre en Avellaneda, pereció en el Holocausto, lo que para la niña debió de significar un contacto temprano con los efectos de la muerte» (César Aira, op. cit., p. 10).

La experiencia infantil de Alejandra es bastante liberal, de acuerdo con el criterio de su progenitor. En 1954 concluye los estudios secundarios y comienza un periodo de titubeo académico. A medio camino entre las aulas de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires y las de la Escuela de Periodismo, la joven procura descubrir una vocación literaria que le anima a seguir el catedrático de Literatura Moderna, Juan Jacobo Bajarlía. Ya por estas fechas, «la fascinación de la infancia perdida —escribe Enrique Molina— se convierte en ella, por una oscura mutación que cambia los signos, en la fascinación de la muerte, igualmente deslumbradora una y otra, igualmente plenas de vértigo» («La hija del insomnio», Cuadernos Hispanoamericanos, sup. Los complementarios, n.º 5, mayo de 1990, p. 5). Ahora sabemos qué la condujo al taller del pintor surrealista Batlle Planas. Por algo recuerda Aira que los cuadros de Batlle reproducen escenas espectrales, «con algo de Tanguy y algo de Arp o Miró. El interés de la poeta en este tipo de pintura deriva evidentemente de su figuración metafórica; sólo admitió una desviación hacia la pintura llamada naïf, que fue una escuela floreciente en la Argentina en ese entonces» (César Aira, op. cit., p. 11). Con todo, más allá de estas sutilezas, Alejandra juega a convertirse en reportera, y llega a asistir al Festival de Cine de Mar del Plata de 1955. Pero la experiencia periodística queda apartada en beneficio de otras inquietudes.

Como expresión de esa fragilidad a la que haremos alusión en más de un párrafo, el asma y la tartamudez son irrefutables. En vista de semejante aprisionamiento somático, don Elías cuida a su hija: costea su primer libro, La última inocencia (1956), e incluso llega a abonar los honorarios del psicoanalista que intentará poner en orden el desván sentimental de Alejandra. De hecho, ni la pintura ni la poesía bastan como terapia, y ella experimenta el breve y peligroso fenómeno psicodélico de las anfetaminas. También cura el dolor con analgésicos y frecuenta los somníferos para escapar de la vigilia nocturna.

Con todos los rasgos de la bohemia juvenil podría hacerse una suerte de patrón de conducta, relativamente fiel a la personalidad de Pizarnik, salvo en un detalle nada desdeñable, y es que ella «tuvo una invencible aversión a la política, que justificaba con el hecho de que su familia en Europa hubiera sido sucesivamente aniquilada por el fascismo y el estalinismo. (…) Para ella, la literatura tenía un único compromiso con la calidad» (César Aira, op. cit., p. 17). Así, pues, la vida literaria es una empresa que ella acomete con máximo interés. Entre los primeros tejados bajo los que se guarece, figura la revista Poesía Buenos Aires (1950-1960), foco del grupo de los llamados invencionistas, paralelo a otro, el surrealista, cuyas inquietudes también son las propias de la joven poetisa. Curiosamente, la autora de Las aventuras perdidas (1958) frecuenta la consulta del psicoanálisis aun cuando André Breton recuerda «a los jóvenes y a las almas novelescas que, porque este invierno está de moda el psicoanálisis, necesitan figurarse como una de las más prósperas agencias del charlatanismo moderno, la consulta del doctor Freud, con aparatos para transformar los conejos en sombreros» («Entrevista con el profesor Freud», Los pasos perdidos, traducción de Miguel Veyrat, Madrid, Alianza Editorial, 1998, p. 89). ¿Contradicción? Más bien al contrario: coincidencia de freudianos y surrealistas en el vórtice del subconsciente.

No obstante, precisemos. Dentro del panorama surrealista, hay dos poetas que coinciden con Alejandra: Enrique Molina y Olga Orozco. Con esta última, por cierto, «tendría una relación que excedió la literatura» (César Aira, op. cit., pp. 21-22). Casi en paralelo, la joven accede en 1955 a las creaciones de Antonio Porchia, un poeta «fundamental en la creación del estilo y el procedimiento de Pizarnik. No fue la única que sacó enseñanzas de su obra: el otro fue Roberto Juarroz, y es instructivo hacer un paralelo entre ambos discípulos» (Ídem, p. 25). Al reseñar la correspondencia que mantuvo nuestra poeta con el escritor y pintor manchego Antonio Beneyto (Dos letras, edición de Carlota Caulfield, Barcelona, March Editor, 2003), Blas Matamoro intuye que, para ella, «los poemas son aproximaciones a la Poesía. No son obras ni textos, sino intentos, borradores, ensayos». Con todo, a través de ese tanteo cabe establecer un inventario de cualidades personales: «ser hija y habitante de la noche, esa madre antigua y regia; buscar con afán la recuperación de los olvidos infantiles; cultivar sin confusión el laberinto de una compleja identidad, centrada en deseos nítidos; existir en una soledad sin fondo y sin horror; practicar una estética de la locura (Artaud, Lautréamont) como defensa contra la locura» («Alejandra de cerca», Blanco y Negro Cultural, suplemento del diario ABC, 12 de julio de 2003, p. 21).

En esa lucha contra la entropía, Alejandra Pizarnik ensaya diversas estrategias. Una de ellas es el destierro, puesto en práctica en París desde 1960 hasta a 1964. Pero ni siquiera ese nuevo extrañamiento relaja su íntima tensión. «En el fondo —escribe el 25 de julio de 1965— yo odio la poesía. Es, para mí, una condena a la abstracción. Y además me recuerda esa condena. Y además me recuerda que no puedo «hincar el diente» en lo concreto. Si pudiera hacer orden en mis papeles algo se salvaría. Y en mis lecturas y en mis miserables escritos» («Diarios 1960-1968», Frank Graziano, introducción y compilación, Alejandra Pizarnik. Semblanza, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1992, p. 271). Ya se ve: el ensimismamiento hermético y la muerte son los dos puertos que la esperan. Otra empresa posible es el silencio, que se presenta de dos maneras en su obra. «La primera —temible y peligrosa para la palabra poética, aún en antítesis con ella— corresponde a la incapacidad de enunciación. (…) La otra —atracción y fuerza de la palabra poética— simboliza un mundo auténtico, intacto y perdido, y confina con la poesía misma, además de ser el componente necesario de la resonancia propia del lenguaje lírico» (Anna Soncini, «Itinerario de la palabra en el silencio», Cuadernos Hispanoamericanos, sup. Los complementarios, n.º 5, mayo de 1990, pp. 7-8).

Claro que, en casi todos los temas que tratamos de ordenar vuelve a infiltrarse la muerte, cuyos códigos descifra en el periodo durante el cual publica Árbol de Diana (1962) y Los trabajos y las noches (1965). «Leí mi libro —escribe el 26 de agosto de 1965—. La muerte es allí demasiado real, si así puedo decir; no el problema de la muerte sino la muerte como presencia. Cada poema ha sido escrito desde una total abolición (o mejor: desaparición) del mundo con sus ríos, con sus calles, con sus gentes. Esto no significa que los poemas sean buenos» («Diarios 1960-1968», op. cit., p. 273). Pese a figurar como detalle anecdótico, sorprende que, aun definiéndose en esa totalidad de la muerte, Pizarnik cultivara a ratos y con buen estilo el donaire social. Una vez más, el lenguaje era su instrumento privilegiado. Por ello censura Ivonne Bordelois que los autores de semblanzas no hablen nunca de «la extraordinaria voz de Alejandra y de su aún más extraordinaria dicción. Alejandra hablaba literariamente desde el otro lado del lenguaje, y en cada lenguaje, incluyendo el español y sobre todo en español, se la escuchaba en una suerte de esquizofrenia alucinante» (Correspondencia Pizarnik, Buenos Aires, Seix Barral, Editorial Planeta Argentina, 1998, p. 15).

Cuando el 30 de abril de 1966 retoma las páginas de su diario, se observa recién llegada a los treinta años, sin saber aún nada de la existencia. «Lo infantil —escribe— tiende a morir ahora pero no por ello entro en la adultez definitiva. El miedo es demasiado fuerte sin duda. Renunciar a encontrar una madre. La idea ya no me parece tan imposible. Tampoco renunciar a ser un ser excepcional (aspiración que me hastía). Pero aceptar ser una mujer de 30 años… Me miro en el espejo y parezco una adolescente. Muchas penas me serían ahorradas si aceptara la verdad» («Diarios 1960-1968», op. cit., p. 277). Al cabo, la substancia nativa de la poesía y de la biografía se confunden, y aunque ello pueda ser discutido por numerosos analistas, lo cierto es que los motivos recurrentes de una no se explican fácilmente sin el auxilio de los que atañen a la otra: «la seducción y la nostalgia imposibles, la tentación del silencio, la escritura concebida como espacio ceremonial donde se exaltan la vida, la libertad y la muerte, la infancia y sus espejismos, los espejos y el doble amenazador» (Ana Nuño, en Alejandra Pizarnik, Prosa completa, edición a cargo de Ana Becciú, Barcelona, Editorial Lumen, 2001, p. 8).

Mediante el simbolismo desmesurado de Extracción de la piedra de locura (1968), la sola cita del dolor y la impotencia configura el tablero poético, pero no ya por medios convencionales, sino a través de una constatación —rica en consecuencias— de la falta de fe en su propia imaginación creadora. «Si no fuera así —escribe el 24 de mayo de 1966— no leería para aprender sino para gozar. ¿Aprender qué? Formas. No, no es el deseo de frecuentar modos de expresión. Mis contenidos imaginarios son tan fragmentarios, tan divorciados de lo real, que temo, en suma, dar a luz nada más que monstruos. (…) Creo que se trata de un problema de distribución de energías. Pero lo esencial es la falta de confianza en mis medios innatos, en mis recursos internos o espirituales o imaginarios» («Diarios 1960-1968», op. cit., pp. 279-280).

Desde luego, sólo en este clima de bloqueo y melancolía es posible estudiar de forma pormenorizada títulos como Nombres y figuras (1969), La condesa sangrienta (1971) y El infierno musical (1971). En cierto modo, podemos insinuar un propósito testamentario, aunque ese fin también es propio de creadores que no conciben el suicidio entre sus planes. El caso es que, si bien permite que la imprenta reitere sus palabras, Alejandra no quiere perpetuarse y por eso elige morir en la madrugada del 25 de septiembre de 1972. Cincuenta pastillas de Seconal sódico le interesan como un símbolo de su decisión, y es que la muerte «es la mayor disonancia o, quizá, la armonía radical del silencio» (Blas Matamoro, Puesto fronterizo, Madrid, Síntesis, 2003, p. 174). En todo caso, según detalla Ana Nuño, la mitificación de su propio fallecimiento «ha acabado produciendo una especie de relato de la pasión que la recubre con el velo de un Cristo femenino». Abundan los retratos del poeta suicida y Alejandra ingresa en esa galería de espectros añadiendo una etiqueta más a su obra. ¿Alguien discute, a estas alturas, que el malditismo sea un rótulo atractivo?

Como es obvio para Nuño, resultan graves las consecuencias de esa patología consistente en vincular vida y obra. La lectura de todo ello nos conduce a la cuestión del género: «La melancolía, la soledad y el aislamiento, cuando se ponen de manifiesto en la vida de una mujer, son rasgos que admiten ser interpretados como la prueba de un desequilibrio psíquico de tal naturaleza, que puede conducir a su autora al suicidio o la locura. Si es varón el escritor, en cambio, y su obra o vida o ambas manifiestan parecida contextura —la lista es larga, de Hölderlin y Rimbaud a Kafka y Beckett—, ésta suele recibirse como una confirmación del talante visionario del hacedor» (Ana Nuño, op. cit., p. 7). A vueltas con esa conexión entre la obra literaria y la realidad de su autora, Frank Graziano cree que «la obra suicida de Pizarnik sólo puede nombrar una muerte literaria y nunca una real». Es más, el debate sobre si la escritora cometió un suicidio o simplemente erró la dosis, resulta académico en lo concerniente a su creación literaria, pues dicha obra «sólo nombra la muerte que sufrió Pizarnik como autora, como personaje de su propia ficción, cualesquiera que fuesen las intenciones específicas de Pizarnik como persona» («Una muerte en que vivir», Alejandra Pizarnik. Semblanza, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1992, pp. 12-13).

Pese a algún exceso romántico y a más de un fraude piadoso, las biografías que han ido reconstruyendo el pasado de Alejandra Pizarnik reúnen hechos ciertos, aunque guiados por una relación mudable, de sabor barroco. En rigor, no son juegos imaginativos sino manifestaciones vibrantes, cuya materia prima es de las que fecundan una generación. Al fin y al cabo, reconstruir una vida de esta naturaleza conlleva un acto de soberbia en el que los biógrafos se creen capaces de expresar sentimientos y formas delirantes, pero también es un acto de humildad, también es un deseo de perfeccionar literariamente lo que en el pasado se ve como imperfecto y quebradizo.

(Extraído de Centro Virtual Cervantes)]

Alejandra Pizanik bajo las negras alas del cóndor


A Martha Isabel Moia

en esta noche en este mundo
las palabras del sueño de la infancia de la muerte
nunca es eso lo que uno quiere decir
la lengua nata castra
la lengua es un órgano de conocimiento
del fracaso de todo poema
castrado por su propia lengua
que es el órgano de la re-creación
del re-conocimiento
pero no el de la resurrección
de algo a modo de negación
de mi horizonte de maldoror con su perro
y nada es promesa
entre lo decible
que equivale a mentir
(todo lo que se puede decir es mentira)
el resto es silencio
sólo que el silencio no existe

no 
palabras
no hacen el amor

hacen la ausencia
si digo agua ¿beberé?
si digo pan ¿comeré?

en esta noche en este mundo
extraordinario silencio el de esta noche
lo que pasa con el alma es que no se ve
lo que pasa con la mente es que no se ve
lo que pasa con el espíritu es que no se ve
¿de dónde viene esta conspiración de invisbilidades?
ninguna palabra es visible

sombras
recintos viscosos donde se oculta
la piedra de la locura
corredores negros
los he corrido todos
¡oh quédate un poco más entre nosotros!

mi persona está herida
mi primera persona del singular

escribo como quien con un cuchillo alzado en la oscuridad
escribo como estoy diciendo
la sinceridad absoluta continuaría siendo
lo imposible
¡oh quédate un poco más entre nosotros!

los deterioros de las palabras
deshabitando el palacio del lenguaje
el conocimiento entre las piernas
¿qué hiciste del don del sexo?
oh mis muertos
me los comí me atraganté
no puedo más de no poder

palabras embozadas
todo se desliza
hacia la negra licuefacción

y el perro del maldoror
en esta noche en este mundo
donde todo es posible
salvo
el poema

hablo
sabiendo que no se trata de eso
siempre no se trata de eso
oh ayúdame a escribir el poema más prescindible
el que no sirva ni para
ser inservible
ayúdame a escribir palabras
en esta noche en este mundo

Dibujo de Alejandra Pizanik