lunes, 24 de septiembre de 2012

CABALLITOS CELESTIALES por Teófilo Cid


["Permitidme una breve confesión: yo no vivo sino a través de las palabras"
Teófilo Cid

Teófilo Cid desde su juventud sintió gran interés por las letras, según él, ese vivir a través de las palabras fue una decisión que tomó tempranamente. Oriundo de Temuco, tierra de destacados poetas, se relacionó desde su etapa escolar con escritores que lo acompañaron en sus comienzos literarios. En esa época, con Braulio Arenas y Enrique Gómez-Correa, compartió lecturas y largas discusiones sobre poesía. 

En 1933, con 19 años de edad, se trasladó a Santiago. Tras seguir la carrera de Pedagogía en Castellano, comenzó a trabajar como funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores. Sin embargo, pronto dejó atrás las responsabilidades de ese cargo y se vinculó con la bohemia intelectual santiaguina, la que en las noches se proclamaba por los bares y cafés de la ciudad. Ya establecido en la capital, formó junto a sus amigos Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa y Jorge Cáceres el grupo Mandrágora, cuyo objetivo fue difundir, mediante una revista, actos públicos y tertulias, los postulados del surrealismo. Producto de su vinculación con esta corriente de pensamiento surgió el libro Bouldroud en 1942, compuesto por siete cuentos calificados por el mismo como “oníricos”. 

En 1949, finalmente, Teófilo Cid se alejó la Mandrágora y se acercó al creacionismo de Vicente Huidobro. Este proceso de ruptura lo plasmó en una nueva obra, la que titulada Camino del Ñielol mostró una nueva etapa en su escritura. Mientras tanto sus antiguos compañeros preparaban, sin incluirlo, la antología El A, G, C de la Mandrágora. 

Por otra parte, fue un colaborador del semanario Pro-Arte y el diario La Hora. Y en 1952 escribió una novela breve, El tiempo de la sospecha, donde abordó la época dictatorial de Carlos Ibáñez del Campo. 

En 1956 fue invitado por el gobierno de Estados Unidos, junto a otros periodistas latinoamericanos, a efectuar una gira cultural por dicho país. A su regreso escribió una serie de artículos sobre su experiencia, los que tituló “El mundo norteamericano”. En 1961, obtuvo el primer premio en el concurso Juegos Literarios Gabriela Mistral por su única obra de teatro: Alicia ya no sueña. 

En 1963 la comuna de San Miguel le otorgó el Premio Nacional del Pueblo por el conjunto de su obra poética. Teófilo Cid fue un escritor completo, abordó todos los géneros: novela, cuento, teatro, poesía y crítica. En sus últimos años Guillermo Atías le dio hospedaje. Ya con la salud deteriorada y sin dinero, mostró ante todos su decadencia personal, la cual, en palabras de Luis Sánchez Latorre, se manifestó como un “curioso paso del dandismo a la menesterosidad; de la pulcritud casi elegante en el vestir al raimiento del faldón, a la crasa negligencia corporal”. 

Murió el 15 de junio de 1964, dejando dos obras inéditas: Pacto para noviembre, novela y La razón ardiente, libro de poemas. En 1976, Alfonso Calderón reunió en una antología, la que llevó por título ¡Hasta Mapocho no más!, todos sus artículos dispersos en diarios y revistas.

(Extraído de Memoria chilena)]


Cuando los ojos son heridos por los negros cetáceos 
Que la noche contiene en sus redomas 
Y nada puede la voluntad de paz 
Ni nada puede la filial campana de la sangre 
Y sí todo lo puede el gañir del perro. 
Entonces, sólo entonces he podido comprender la miseria de los guijarros 
Que hieren la exultación del pie. 

Entonces solamente he sido fuerte para darme 
en el sonido obscuro de la amplitud despierta. 

Como emblema imperial 
El mundo entre mis párpados 
Ya nada sabía, o solamente acaso 
Para atraer la incertidumbre de los astros. 

El mundo era una costa evaporada 
Un puerto arrojado más allá de sus mástiles natales 
Un designio en la flecha que ha de golpearnos la espalda. 

Sin embargo, 
Los negros cetáceos, 
o más bien os pulpos de seda 
Que urgidos y alentados por meridianos de fiebre 
Recorren las planicies de la noche 
Me iban despedazando 
Me iban acorralando contra las sábanas, 
en donde, 
mi cabeza era vernal 
Candor de agotamiento. 

Y yo creía entonces que ella iba a madurar 
Como los astros en la cordillera 
Y que el cielo era su polen; 
Pensaba que os astros terminarían 
por cubrirla con su impalpable amparo. 
Pero pulpos emanados de un zodíaco de hambre 
la abrazaban, estrangulándome 
la acorralaban, estrangulándome, 
decapitando la fruición 
que existió hace años en mi sangre. 

Los ojos en la noche son como abejas idas 
!Y no hay miel que arrebatar en tanta flor proscripta! 

Las miradas, lo mismo que el calor 
Desnudan la materia y la iluminan, 
Mostrando lo que hay de manantial 
En cada cosa y en nosotros, todavía. 

Somos negros manantiales en la noche. 
En sus orillas de acritud resplandeciente 
Sus lenguas embeben las faunas del desorden 
Y el firmamento a veces se esponja 
Como la espuma de lo eterno en una copa sórdida. 

Desde su copa sórdida las faunas ácratas caían 
Sin que hubiera espada capaz de combatirlas. 
Su presencia quedaba inscrita allí 
Como el hálito y fulgor de los mármoles cautivos 
Era inútil pensar por eso en las pisadas de los vientos otoñales. 

Todo 
Todo parecía conspirar 
Contra la aurora que crecía insobornable. 

Y aunque dicen los autores 
Que la voz del galo es soplo 
Destinado a barrer las miserias de la noche, 
no se oía su canto auroral. 

Sólo el silencio 
El silencio hecho de llantos prácticos 
Sólo el silencio 
Como un huevo caído del espacio 
Sólo el silencio 
Como el canto de los ojos entreabiertos 
Sólo el silencio 
Sexual y místico. 

Es cierto que ese canto auroral 
Quedaba más allá de os limites urbanos 
Extraño país aquel 
Robustecido por los huertos 
Por las alquerías lejanas 
Y el caudal de los huevos empollados, 
Fragante país, por cierto. 

Hasta mí 
Sólo llegaban los llantos 
De los hombres dormidos 
Sufriendo sin saber por qué 
Y sentía que era híbrida sustancia 
En parte realidad, en parte sueño absorto, 
Era el saco de carbón de mi propia vía láctea. 

En ese instante, ay, mis dudas eran 
Gigantescos cetáceos que me golpeaban con sus colas enormes. 
Me sentía tan solo, 
Como el alma del mal o de la noche. 
Entonces, con regocijo casi lúbrico, 
Los oía aproximarse en cascadas interminables 
Anunciando la llegada del sol 
Con pasos trémulos y esbeltos. 
Yo sabía que la cadencia de sus cascos musicales 
Eran el primer anuncio de los hábitos solares. 

Caballitos de la aurora, 
galopad, galopad 
Que mi pecho ya desborda. 

Caballitos de la aurora 
galopad, galopad; 
traedme el día, 
las sombras alejad. 

Al rezar de esa manera yo creía 
Que corceles celestiales 
Las calles invadían, 
Ahuyentando con las llamas de sus patas 
La aprensión de las sombras antiguas. 

La verdad que eran caballos celestiales 
Los que oía 
Cuando la noche iba entero a devorarme. 

Eran ellos mensajeros de los júbilos celestes. 
Brillantes mensajeros, ebrios de sol 
Conducían grávidas las cargas frutales 
Nutricias materias del último arrebol. 

Traían la gracia de las comuniones 
La carne de la tierra 
Su sangre 
Sus lágrimas ecuánimes y tiernas. 

Caballitos, galopad. 
Las sombras, 
Las miserias del mundo 
Borrad.
 
De: Nostálgicas mansiones, 1962


Horses of Lord Candlestick por Leoneora Carrington