[Edgar Neville (1899-1967), fue un escritor, pintor, dramaturgo y cineasta español, hijo de una aristócrata y un ingeniero británico. Se relacionó con la flor y nata del arte (Dalí) de las letras españolas de la época (especialemente con los poetas de la generación del 27) así como con conocidas estrellas de Hollywood, pues trabajó allí para la Metro Goldwyn Meyer. Sin embargo, a pesar de ser parte de la rancia sociedad aristocrática, obra de la Edgar Neville, no estaba exenta de de cierta crítica social y humorismo corrosivos, como por ejemplo en el siguiente cuento aparecido en Prosa Española de Vanguardia, editado por Castalia, en el que pone a los sectores sociales conservadores y al clero de vuelta y media.]
CUANDO falleció Pérez Roca nadie pudo suponer lo que iba a ocurrir.
Pérez Roca había sido lo que se denominaba un hombre de orden, o sea, que abominaba la revolución rusa, que tenía levita y que asistía a los entierros. Como además era rico, había podido ser hombre de orden toda su vida.
Su prestigio agrandábase con la edad, y, a medida que iban muriendo los de su generación le crecían más las barbas, la juventud de la provincia lo miraba con más veneración.
Tenía todo un programa político, que exponía después de almorzar mientras que el alimento forzaba el duodeno. Se sentada primero en una mecedora, que lo llevaba un momento de Oriente a Occidente, y cuando cesaba el oleaje encendía un buen cigarro puro, teniendo largo rato la llama en su punta hasta que los desesperados guiños del veguero le avisaban de su incandescencia. Entonces tomaba un sorbito de café, y a los diez minutos ,cuando la digestión encontraba su cauce y se sentía por dentro inundado de bienestar, decía, hablando del gobierno en el poder:
-Ahora estamos muy bien y no sabemos lo que puede venir, como nadie levantase el dedo, convenían con Pérez Roca en que ahora estaba bien.
Esta gran firmeza de ideas le había valido la estimación de todos los partidos políticos de la provincia.
Pero un día en que loco de gozo estaba le entró una congoja y se murió.
El Ayuntamiento hizo constar su duelo, levantó una sesión y se fueron a pasear. En el parque, agradecidos al finado por el asueto, convinieron en levantarle una estatua para adornar la plazoleta, y con los fondos destinados a un grupo escolar, encabezaron la suscripción para encabezar el monumento.
Las señoras del alcalde, del gobernador de los concejales se encargaron un traje nuevo para asistir al acto, a la estatua se encargó a un famoso escultor de Madrid, tan especializado en levitas de personajes, que todos los sastres hablaban de sus esculturas con admiración.
El escultor envió la estatua vuelta de correo.
Cuando llegó el día de la inauguración, el parque se llenó de gente; a una tribuna subieron las autoridades la Junta de Damas Feas; a otra, la familia del difunto, y el pueblo quedó inundado el espacio vacío. Subió el barómetro del parque.
Primero fueron unas palabras del alcalde, que no se oyeron; después una niña tiró de la cinta cayó la arpillera que envolvía el monumento.
Hubo un ¡ah!, una risa breve y un gesto enfurruñado de la Junta de Damas Feas.
Pérez Roca aparecía en él, de bronce, en pie y enlevitado. Pero su levita tenía ese corte perfecto que sabía dar el escultor, y eses pliegues, esas arrugas que, como decían las señoras, eran como las de verdad.
Las solapas de esta levita no desmerecían en nada a las que el mismo artista le había colocado a un Campoamor de provincia y cuyo gracioso levantamiento por las puntas y el detalle del ojal entreabierto le habían valido la entrada en la Academia.
Del rostro del sociólogo sólo se veía una enorme barba de bronce, de la que sobresalían unos rizos de alambre para aumentar la impresión de realidad. El resto de la faz no se columbraba más que desde lo alto de los árboles del parque o desde la torre de la catedral.
Pero no era la figura del patricio lo que había despertado el asombro del público y el gesto enfurruñado de las Damas, sino una blanca y marmórea mujer desnuda que, apoyada en el plinto y un escalón más abajo que el enlevitado, tendía hacia él los brazos tendiéndole una corona de laurel, también de mármol.
El desnudo estaba vuelto hacia Pérez Roca, así es que daba la espalda, y lo demás al público; pero, visto de perfil, presentaba todo lo que en un perfil de mujer puede ofrecer a la mirada.
Hubo un momento de silencio, que rompieron los murmullos de la Junta de Damas Feas, las cuales estaban indignadas.
El alcalde, que hasta ese instante no había visto el monumento, no sabía como calmarlas. Para tratar de ello, el gobernador adelantó su discurso, elogiando a Pérez Roca, y habló también de la necesidad de estrechar lazos con las repúblicas americanas.
A todo el mundo le pareció muy bien esto último y se escuchó un rumor aprobatorio.
La viuda y las hijas de Pérez Roca no sabían qué pensar; la primera conservaba su aspecto compungido, que convenía al momento, y las chicas tristes también, distribuían rápidas miradas a los mejores partidos de la provincia.
Pero el público se extrañaba de ver junto al realismo de la levita y la barba el desnudo alegórico, y no hacía más que buscarle una explicación.
-¿Quién es esa señora en cueros?- ésa era la pregunta. Y las respuestas eran vanas y surgían de la masa.
Junto a la tribuna donde estaba la familia es donde los comentarios, sobre el desnudo, adquirían mayor relieve.
-Debe ser su señora- decía una mujer que tenía un niño en brazos.
Todos los ojos se dirigían a la viuda, que soportaba las miradas comparativas con los ojos bajos. Al poco tiempo se escuchaba un rumor negativo:
-No, no, qué va a ser la viuda... ¡Quisiera!- decía una voz irrespetuosa.
Luego surgían otras hipótesis.
-Será la hija mayor- aventuraba otra mujer que no llevaba en los brazos ningún niño.
Y las miradas recorrían a la hija mayor de arriba abajo.
Hubo toda clase de suposiciones, a veces salieron a relucir nombres de señoras, visitas de la casa, hubo quien dijo que era la criada del finado, y, por fin, una voz aseguró ser el vivo retrato de la Junta de Damas Feas.
El acto terminó en frío, y, desde ese día, en las esferas oficiales sólo se pensó en el modo de solucionar el conflicto.
La Junta de Damas Feas se despojase al monumento del desnudo alegórico. Y a decir verdad, el Municipio lo hubiera quitado de buena gana, pero, después de reflexionar, resultaba difícil.
No se podía achacar al escultor el prurito demoledor de las instituciones sociales; no era un hombre de ideas avanzadas por ningún concepto; se le calculaban al año en veinte monumento religiosos los que producía, y los restantes, eran señores de levita, así es que se trataba de un hombre de orden.
El Ayuntamiento temía que, al mutilar la obra, el artista, bien relacionado con Madrid, protestase en nombre del arte y se tachase al Municipio de reaccionario, que es lo que más les molesta que les llamen a los reaccionarios.
La Junta no descansaba un momento. Algunas damas visitaron a la viuda de Pérez Roca y encendieron en su corazón una hoguera de fuegos póstumos. La viuda pidió a las autoridades quitasen de junto a su esposo aquel desnudo. Afirmó que de vivir Pérez Roca, se hubiera indignado de hallarse tan cerca de esa indecencia.
Las autoridades sonrieron. Entonces fue cuando se le ocurrió a R. P. [1] López (A. M. D. G.) [2] la idea salvadora.
-¿Por qué no plantar yedra al pie del monumento y guiarla de manera que cubra el desnudo?
El hallazgo produjo entusiasmo entre las derechas de la población. La Junta de Damas sonrió con suficiencia. Se escucharon frases elogiosas: "Perteneciendo a la orden a que pertenecen no se puede esperar ideas geniales".
"¡Ah! ¡El día, ya cercano, en que gobiernen todo el país...!"
El R. P. López, humildemente, no aceptó más homenaje que una sillería de caoba que le ofreció la presidenta de la Junta.
Varias ancianas testaron, además, a su favor.
Se plantó, pues, la yedra y se vigiló el progreso de su crecimiento.
Ya era tiempo, pues la tertulia de los supervivientes de la guerra de Cuba y la de Jóvenes Legitimistas habían trasladado su tertulia a la plazoleta de Pérez Roca, abandonando a la de los hermanos Quintero, toda adornada de azulejos sevillanos, reproduciendo escenas de esa joyita que se llama Las de Abel [3]. Decisión que había producido en la protesta del Ayuntamiento de Sevilla.
Se puso guarda especial encargado de la trepadora, y se obligó a los niños de las escuelas a contribuir, en la medida de sus fuerzas, a su riego.
A los pocos meses, la yedra había crecido; pero la Providencia no había querido secundar los planes de la Junta. La trepadora se había desarrollado de un modo espléndido y cubría todo el monumento, todo... menos la parte más carnosa del desnudo alegórico. Y, ¡fatalidad!, resultaba que sobre el fondo verde de la yedra resaltaba de modo tal, que se veía de todos los rincones del parque.
Ya no eran solo las tertulias de senectos las que acudían allí, sino todos los paseantes del parque, y poco a poco, fue viniendo gente de la ciudad sólo para admirar lo que se veía del monumento.
La Junta estaba frenética; hubo varios ataques de bilis; el R. P. López tuvo que devolver la sillería (A. M. D. G.) y las ancianas rectificaron su testamento y se lo dejaron todo al R. P. Rodríguez.
Y la cosa no parecía tener remedio, ya que por más esfuerzo que se hacía por enderezar la trepadora no se lograba, pues cuando el brote llegaba a aquel lugar se secaba.
Fue una temporada angustiosa; se hicieron rogativas. Pero la hiedra seguía sin crecer por aquel lado, y la gente acudiendo en mayor número.
Un día se tomó un acuerdo importante en la Junta de Damas Feas, y por la noche, un hombre misterioso se apoderó de la blanca alegoría, sin importarle nada los gestos desesperados de sus brazos tendiendo su laurel, ni la soledad en que quedaba Pérez Roca.
Al día siguiente, cuando el vecindario fue a la plazoleta, pudo observar la ausencia.
Fue una general consternación; al principio, nadie se atrevía a lanzar la primera frase. Pero no se sabe cómo empezó un rumor en la masa. La gente hacía ¡hu! ¡hu! ¡hu! ¡hu!, que es como imita la multitud su propio ruido, y, al oír el sonido que armaban, se envalentonaron.
Alguien, por fin, precisó el anhelo:
-Esto es un atropello a la libertad -dijo, y todos se pusieron en marcha hacia el Ayuntamiento.
La gente los miraba desde los balcones, y ellos tiraban sus sombreros al aire y daban vivas a Pérez Roca, con lo cual cubrían su adhesión a la alegoría.
El alcalde se asomó al balcón; en la casa de enfrente, que era el local de la Junta de Damas, apareció la presidenta de ésta, en una ventana, y por un terrado asomó el reverendo padre López.
Se entabló la discusión. El alcalde mantenía la tesis de que la manifestación tenía que disolverse; la Junta de Damas llamó a los manifestantes: "Sinvergüenzas", y el padre López sonrió y guiñó un ojo amablemente a la presidenta y otro al alcalde.
La multitud volvió a hacer ¡hu! ¡hu! ¡hu! ¡hu! Uno cualquiera dijo: ¡esto es una farsa, viva Pérez Roca! Y ante el conjuro del apellido de aquel hombre de orden, la multitud hizo la revolución.
NOTAS:
[1] R. P. son siglas de Reverendo Padre.
[2] Iniciales del emblema jesuítico Ad Maiorem Dei Gloriam.
[3] Alusión humorística al drama Las de Caín escrito por los hermanos Álvarez Quintero.