[Unica Zürn o el espacio embarazado de mallas
Por Esther Peñas
Hay personas para las que un trauma, una humillación, una escena mal encarada siembra una filoxera en el alma de la que jamás se recuperan. Y el parásito, en forma de herida en la mente, herida de la que supura imágenes cíclicas y constantes, derriba personalidades únicas. Unica Zürn (Berlín, 1916, París, 1970) sabe de lo que se escribe.
Destacó por su poesía anagramática, en la que las palabras se transforman, se retuercen, se dislocan al permutar las letras de la serie. El ejemplo es un clásico: AMOR, ROMA, RAMO, ARMO, OMAR... Y tan poético como sus versos resultan esos dibujos insostenibles por lo impropio, oníricos, circulares, con un eco incesante de propuestas que van y vienen.
Sus dibujos. Tan del estilo de lo que se denomina ‘arte otro’ en la nomenclatura de Dubuffet, es decir, arte realizado por personas con enfermedad mental. Qué más da si son fruto o no de una de sus crisis de esquizofrenia. Importa lo que transmiten; importa la secuencia de lectura que despliegan; importa que son arte. Son dibujos cargados de ojos y de criaturas fantásticas, de rostros humanos o híbridos (mitad animal, mitad antropomorfo), de línea gruesa y con empaque que apenas si deja espacio al espacio, al que rellena con tupidas mallas y con ensortijadas líneas.
Gatos llameantes, lagartos con cabeza de lobo, lobos con testa de pájaro, peces con ojos de susto, serpientes bicéfalas, insectos melancólicos... Todo es posible, su papel es un inmenso Arca de Noé sin posibilidad de amenaza donde todo cobra la forma que improvisa el inconsciente. Como en una visión interior. Como en una revelación. Como en las profecías.
Pero Unica es mucho más que su poesía y sus trazos. Sus novelas, su reto a la vida, su desafío a sí misma, su modo de estar en el mundo. Y no arredrarse en él. Salvo que la carcoma del alma nos tumbe. Mantuvo un romance definitivo, que no formalizó, con el pintor y escultor Hans Bellmer, que creó aquella muñeca de tamaño natural con cuatro piernas y un solo torso para denunciar la obsesión nazi por la perfección física. Pero Bellmer, tan absorbido por su propuesta artística, no repara en la humillación que supone para Unica aparecer en la portada de una revista de moda, atada, amordazada por Bellmer. La idea de él traspasó la resistencia de ella. Una cesión que le costó su salud mental, frágil de origen.
Desde entonces, tal vez por verse metafóricamente descuartizada a los ojos de un mundo –entero- que la juzgo como despistada de moral, lisonjera y frívola, sufrió periódicas crisis esquizoides. Ya las tuvo antes, pero más espaciadas. Hasta que en 1970 no soportó la presión y se defenestró en su casa de París.
En España, Unica no es muy conocida, pero despertó la admiración y el respeto de artistas del surrealismo como André Breton, Man Ray, Hans Arp, Marcel Duchamp o Max Ernst. Sus obras se editaron en nuestro país tarde, demasiado tarde, aunque los dos títulos que le reportan un reconocimiento inmortal serían póstumos, ‘El hombre jazmín’ y ‘Primavera sombría’. Ambos recrean su estancia en dependencias psiquiátricas.
‘El hombre jazmín’ es especialmente tierno. Hermoso. Ese ser imaginario con casi tres metros de estatura y los ojos azules más bellos del mundo. “A los seis años, una noche un sueño la lleva al otro lado del espejo alto, con marco de caoba, que cuelga de la pared de su habitación. El espejo se convierte en una puerta abierta que ella cruza para salir a una larga avenida de álamos que conduce en línea recta a una casa pequeña. La puerta de la casa está abierta (...) Aquella mañana la embarga una soledad inexplicable y entra en la habitación de su madre con el propósito-si ello fuera posible- de regresar por aquella cama al lugar del que ha venido, para no ver nada más. Entonces se le viene encima una montaña de carne tibia que alberga el espíritu impuro de aquella mujer, y la niña, despavorida, huye para siempre de su madre, de la mujer, ¡de la araña! Se siente profundamente herida. Y entonces aparece por primera vez la visión: ¡el hombre jazmín!”.
‘Primavera sombría’, en cambio, es un rito de iniciación abrupta, escarpada, desaforada, de voracidad por la vida, de querer masticar y deglutir e ingerir y emborracharse de vida y de todo cuanto esté en su principio activo: sexo, amor, amistad, uno mismo, familia, libertad, proyección, presente en apariencia eterno.
Y, sin embargo, como casi siempre, es aquí donde encontramos la pista, la huella de lo que sucederá años después, su vida truncada. El suicidio. “Ya está casi oscuro en la habitación. Sólo llega a la ventana el resplandor de una farola de la calle. Ya le es indiferente morir en suelo extraño o en su jardín. Se sube al alféizar, se sujeta con fuerza a la cuerda de la persiana y ve su oscura silueta en el espejo. Le parece encantadora y empieza a sentir compasión de sí misma. Se acabó, dice en voz baja, y antes de que sus pies se separen del alféizar, ya se siente muerta. Cae de cabeza y se desnuca. Su cuerpecito queda extrañamente doblado sobre la hierba. El primero que la encuentra es el perro. El animal mete la cabeza entre las piernas de la niña y empieza a lamer. En vista de que no se mueve, se tiende a su lado llorando suavemente”. Merece la pena leer el prólogo que a esta obra escribe Menchu Gutiérrez, tan en sintonía con la alemana.
Antes, mucho antes de estas obras, dejó su impronta en los guiones que pespuntó para UFA (sociedad de producción cinematográfica); antes, mucho antes, se divorció de un primer marido con el cual tuvo dos hijos, a los que trata a duras penas, como a extraños.
Unica era un ser delicado que aceptó –al menos, la verdad no hería tanto- el elemento perverso que la unía a Hans ("es mi destino el ser una eterna víctima", admitió). Estando su marido en silla de ruedas, ella decidió no vivir más. Él no pudo impedirlo. Como nada nos impide quedar asaetados por sus metáforas, cada vez que a ella se vuelve: esos seis pañuelos blancos de papel quemando en un recipiente, esa una máquina de coser planeando a un metro de su cabeza...
De Zürn, como en zurcido de tergal, resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”]
La primera luz del amanecer entraba en el taller de sastrería por las ventanas sin cortinas. Los maniquíes parecían negros bultos sin forma.
La señorita Milli se sorprendió al encontrarse echada en el sofá sin el vestido. Al ir a extender la mano hacia la prenda, se asustó: no tenía brazos.
Cuando la señorita Milli se miró los hombros y vio luego las negras siluetas de los maniquíes, sintió un hondo desconsuelo: estaba como ellos.
Lentamente, a medida que crecía la luz, iban perfilándose las siluetas de los maniquíes. Pecho abombado, espalda erguida, caderas firmes y bien torneadas descansando sobre el pie.
-Ya se ha dado cuenta –susurró el maniquí más grande, al que se probaban los fracs y las americanas.
-Mira, está asustada –dijo otro.
-No te desesperes –la animó un tercero.
-No te aflijas. ¡Nosotros estamos contigo!
La señorita Milli escuchaba las voces tenues y amigas que sonaban en el taller y que salían de los maniquíes.
Tenía frío. Le temblaban los hombros. Se quedó echada en el sofá, muy quieta, mirándose.
-Lo sentimos mucho –dijo el maniquí más grande-. Menos mal que le ha dejado cabeza.
La señorita Milli callaba; todo le parecía borroso, confuso.
-Ahora que usted se parece a nosotros –empezó el maniquí grande, con voz aún más dulce y compasiva-, a pesar de que aún conserva la cabeza, ¿permite que le expliquemos lo ocurrido?
La voz esperaba.
Entonces, en el interior de un maniquí empezó a sonar el leve tarareo de una tierna alborada. El cantor se balanceaba suavemente, y la dulce y lenta melodía sonaba como un suspiro. ¿Así que todos aquellos maniquíes, inmóviles y oscuros, que la señorita Milli conocía desde hacía años, tenían vida? ¿Estaban vivos, y ella no lo había notado hasta ahora, cuando compartía su suerte? La señorita Milli se levantó, fue a la ventana y miró afuera. Sin volverse, preguntó:
-¿Ha sido el oficial?
-Ah, ya se acuerda –dijo el maniquí más grande-. Sí; ha sido él, el canalla más bestial que hemos visto en nuestra vida, ese gordo pelirrojo.
-¿Qué me ha hecho? –a la señorita Milli le temblaba un poco la voz.
-Ayer el maestro sastre le dijo que se quedara a trabajar hasta más tarde –le recordaron los maniquíes.
Ella asintió.
Ella asintió.
-Sí. Tenía que coser la cola del vestido azul de madame Soré.
-Ya se habían ido todos –prosiguió el maniquí más grande-. Usted estaba sola, cosiendo. Cantaba una canción para distraerse. Entonces el oficial volvió.
-Fue uno de los más viles atropellos que hemos presenciado –terció en la conversación otro maniquí-. Se le acercó por detrás, la agarró por los brazos, la lanzó en ese sofá y...
-¿Y...? –preguntó la señorita Milli.
-¡Usted se defendió! Lo arañó bien. Y me parece que hasta le mordió en una oreja. Usted peleó, señorita Milli, peleó como una heroína, pero...
-¿Pero? –jadeó la señorita Milli.
-Él es muy fuerte, ¿comprende?, no había esperanza, nosotros nos volvimos hacia la pared, temblando de vergüenza, por no poder hacer nada.
-Pero mis brazos... –sollozó la señorita Milli con súbita desesperación-. ¿Qué ha sido de mis brazos?
-Él no consiguió nada, señorita Milli –dijo el maniquí grande con suavidad-. Usted conservó la cabeza, él luchaba y al fin dijo...
-¿Qué dijo? ¿Qué dijo, por Dios?
-Dijo –prosiguió el maniquí con voz dolorida-, dijo: "¡Pues serás como uno de éstos! ". Y nos señalaba a nosotros. "¡Sin brazos, sin piernas y sin... cara!"
La señorita Milli se volvió lentamente.
-Sin... cara –susurró.
El maniquí grande, turbado, frotó el suelo con su pata de madera.
-Sí –murmuró-. Él...
-¿Qué? ¡Habla, por lo que más quieras!
Del cuerpo de los maniquíes salía un llanto suave que partía el corazón.
-Nos da usted mucha pena –decían entre suspiros.
-Le ha borrado la cara –murmuró el maniquí masculino-. Ya no tiene cara.
Lentamente, la señorita Milli se apartó de la ventana y fue hacia los maniquíes. La piel sonrosada de la mujer hacía un bello contraste con aquellos cuerpos negros. Al fin dijo:
-¿Entonces soy una de vosotros?
-Es un gran honor –dijo el maniquí masculino y, con movimientos rígidos, trató de hacer una reverencia.
-Siempre será la más hermosa. Aún tiene su pelo, su pelo suave de mujer. Y el contorno de su cara es bello y armonioso. Ah señorita Milli, es usted el maniquí más bonito que hemos visto en nuestra vida.
Las mejillas de la señorita Milli se ahuecaron en una sonrisa.
-Me quedaré entre vosotros.-¡Oh, qué alegría, señorita Milli! –exclamaron los maniquíes-. Haremos todo lo que podamos para que sea feliz.
Extraído del libro El trapecio del destino y otros cuentos. Editorial Siruela. Traducción: Ana María de la Fuente.