[Poeta francés nacido en París. Destacado representante del surrealismo, pero al mismo tiempo escéptico ante él, frecuentó la sociedad mundana de la época (Gide, Cocteau, el conde de Beaumont), asumiendo su homosexualidad discretamente. Gran amigo de André Bretón, acérrimo enemigo del género burgués y de la homosexualidad, su afecto duró sin embargo, seguramente porque Bretón admiraba la rebelión impotente de Crevel, la cual no puede solucionarse sino es en la locura o en la muerte. Es autor de las obras en prosa poética, La muerte difícil (1926), Babilonia (1927), El espíritu contra la razón (1928), Estáis locos? (1929) y Los Pies en el Plato (1933). Amigo de Dalí durante los años franceses, escribió en 1933 su célebre ensayo, Dalí o el antioscurantismo (1933). Este texto es una interpretación de la pintura daliniana, un reflejo del ambiente exaltado y revolucionario del momento y revelador de ese instante de surrealismo exacerbado en la obra de Dalí. Crevel se suicidó a los 35 años agotado y asqueado tras los enfrentamientos entre los surrealistas y los organizadores del Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura.
(Extraído de El poder de la palabra)]
René Crevel, surrealista y suicida.
Por un mordisco en pleno cielo, muy grandes se le abrieron los ojos, y hasta el éter se le alargaron las pestañas al hombre. Pero, en los jardinillos la hierba, brizna a brizna, se muere por causa de un diamante helado, y, a pesar de los zapatos, de la ropa interior y del traje, los trozos de carne que parecían mejor protegidos empiezan a cortarse por el frío, como, en otras temporadas con la tentación de las manzanas todavía verdes, se instalan suavemente en el paladar el alga del sabor y las espumas.
Permeable a la manera de niebla, el hombre, al pasar ante la tienda en la que reposan sobre un lecho de hojas, los melocotones más frágiles, envidia, a la vez, el presente y la vida anterior de éstos, ya que todo es siempre sencillo para la fruta y sus árboles. Qué pena que octubre no sea un mes hortelano como la calle de los Párpados Rojos tampoco es viñedo.
Pero ya que el mes, con sus treinta y un brazos, obstinado, deja caer las manos, las hojas, olvidemos el pedregal de hoy a favor de un fértil ayer, hace ya semanas y semanas, cuando, hermano del cerezo cerecero, y del ciruelo ciruelero, surgió desde el sueño de la tierra, febrero fiebrero.
La Ciudad, no había soñado ni había llorado.
La calle, por entonces, no tenía nombre. Al hombre le resbalaba el fuego directamente por los huesos, y unas extrañas lenguas ardientes le lamían la piel, por debajo. Los pies le dolían, estaba claro que los sabañones, tulipanes escarlata no tardarían mucho en reventar, mientras que la frente, los dedos, se ofrecían a la caricia de la nieve. En el escaparate de una relojería, al otro lado del cristal, entre relojes y joyas Fix, sobre una tablilla de terciopelo granate, un despertador de hojalata daba la hora más voluptuosamente contradictoria y, con la misma intensidad, podía ser a la vez amados y temidos el frío de las esquirlas triangulares clavadas en los músculos y aquella lava que le daba a la sangre su medida consumidora. De igual modo que tras la vendimia se canta la embriaguez del último sol y de la última cuba, en la penumbra glacial revoloteó un pelusa de refrán:
Febrero, fiebrero.
Tiempo nuevo. Tiempo nuevo.
Óleo de Jaroslaw Kukowski