ALAS de mármol sobre un mar deslumbrado. Abanicos de espuma. Una a una las olas se desnudan junto a la balaustrada. Los cesteros vespertinos tejen una brisa de hojas de palmera. Ah, poder escribir con la sal de la palabra océano. Escribir sobre una duna impúber. Glosar la travesía de la luz.
Velámenes. Cuentas de un collar de salitre. Rojizas proas se agolpan en mi pecho arponeado por los rayos de un sol que acaba de despertar de la siesta. Encurtidas por la salmuera de las rutas marítimas, las pitas –pulpos terrestres– dirigen la orquestina de instrumentos marinos: flautas coralinas, diáfanas caracolas y el pálpito de las valvas.
Cada huella en la arena es un naufragio de porcelana, una lágrima donde flota una partitura inconclusa. La hoja de un cuchillo de un buscador de perlas separa el cielo del mar. Los delfines rubrican la lejanía, ídolos de bronce derribados por un piélago inmisericorde. Y ese faro abandonado en el que ya sólo anida el pájaro que anuncia la tempestad ¿acaso no es un monumento a la soledad del pintor de crepúsculos acuáticos?
Océano alucinado, inconcluso azul, agua que el ánfora de la noche ha contenido: tus velas oblicuas vestigian el postrero vuelo de los ángeles caídos.
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