Este jueves 26 de junio a las 20.30h en La Delicia de Leer (c/ Juan Agapito y Revilla, 10, 47004 Valladolid ) los interesados en el movimiento surrealista nos veremos de nuevo las caras, y ello a mayor gloria del Piojo Eléctrico. En esta ocasión, nuestro interés se centrará en la vida y obra del poeta José María Hinojosa, autor de uno de los libros seminales del surrealismo hispánico: La flor de Californía (sic, con acento en la "i"). Hinojosa ocupa un puesto muy singular en el surrealismo de estas latitudes por sus posturas políticas opuestas a las sostenidas por el grueso del movimiento iniciado por Breton y porque su obra ha sido, por razones bien distintas, silenciada por las "dos Españas", válganos la expresión machadiana.
José María Hinojosa Lasarte nació en 1904 en Campillos, Málaga, en el seno de una poderosa familia terrateniente. Su holgada situación económica le permitió viajar por Europa entrando en contacto con el surrealismo en París. También se interesó por la Revolución Rusa pero lo que vio Hinojosa en ese país debió decepcionarle mucho, influyendo este hecho en su futura deriva conservadora. De sus primeros versos influenciados por las tempranas vanguardias poéticas del siglo XX como el cubismo o el imagismo, Hinojosa pasó a escribir uno de los primeros libros netamente surrealistas de la literatura española, La Flor de Californía (1928). La Flor de Californía (escrito y pronunciado con acento en la última "i" por un juego de palabras rimado ideado por el autor) es una colección de textos en prosa repletos de electrizante imaginería y exquisito humor negro en los que late un furibundo deseo de libertad apenas reprimido. En contradicción con su obra estaba su actividad política cada vez más escorada hacia la derecha, en lógica defensa, por otra parte, de sus intereses de clase. Tanto llegó a ser así que a principios de los años 30 Hinojosa decidió renunciar a la escritura surrealista, animado por su conservadora familia. Participó en el conato de golpe de estado contra la II República conocido como la Sanjurjada y fue miembro de Comunión Tradicionalista hasta que el 18 de julio de 1936 fue asesinado por fuerzas antifascistas que asaltaron la cárcel de Málaga en represalia por un bombardeo de la aviación franquista sobre la ciudad.
El "bando nacional" pudo utilizar su asesinato para contrarrestar la propaganda republicana a cuenta del asesinato de Lorca (a quien Hinojosa conoció en la Universidad de Granada y de quien fue amigo) pero el moralismo pusilánime del franquismo se sintió horrorizado ante la hermosa locura de los textos de La flor de Californía y decidió echar tierra sobre el autor y su obra. Fue así como José María Hinojosa fue asesinado por segunda vez, en esta ocasión de manera metafórica, como poeta.
Ilustración de Joaquín Peinado para
La flor de Californía de Hinojosa
LA FLOR DE CALIFORNÍA por José María Hinojosa
a Manuel Altolaguirre
El camino tenía siempre un desnivel y la rampa subía y bajaba con ritmo de montaña rusa, con ritmo de tralla restallada.
Los zigzag fueron menudeando hasta hacerse de una violencia tal que el camino llegó a echar un nudo a mis pies y los puntos suspensivos de los pasos se unieron para formar la línea recta del resbalón.
Cuando hube llegado a la meta se me ofreció como única salida un túnel recubierto de láminas de sangre. Sobre una placa fotográfica en negativo había escrito a la entrada del túnel la siguiente inscripción:
CRISTO PUSO LA PRIMERA PIEDRA
EL VIERNES SANTO DEL AÑO 1925
Como el camino con sus restallidos no cesaba de crujirme las piernas me vi obligado a entrar cuanto antes en el túnel a pesar de mi repugnancia.
El túnel, muy largo, fue de una monotonía insufrible y maloliente, no cruzándome en mi marcha con persona alguna y sólo, ya casi al final, me encontré con un guardia que me dijo imperativamente:
— Lleve usted la derecha.
Pasé momentos de angustia terribles. Hasta entonces no me había apercibido de la falta de mis dos brazos y sin ellos ¿cómo averiguar cuál era mi derecha?
Hice esfuerzos enormes por correr y no pude salir del paso lento; quise ocultarme y no hallé lugar propicio para ello y al fin, extenuado, aguardé pacientemente a la terminación del túnel.
A la salida recuperé los brazos y no bien me hube sentado y encendido un cigarro para fumármelo con tranquilidad, en reposo de mis recientes fatigas, cuando empezaron a agruparse a mi alrededor cuantos transeúntes pasaban por allí. Me lanzaban insultos y me acusaban de llevar una camisa verde con la cual pretendía hacerme pasar por un loro. Era falso lo que me imputaban y cuando llegó el juez le dije con la serenidad que supone la inocencia:
—Señor juez, le juro que no he dejado un momento de llevar mi derecha.
Con esta explicación se dio el juez por satisfecho y yo para librarme de los curiosos me zambullí por la primera puerta que vi abierta.
Esta primera puerta fue la de una iglesia toda blanqueada y con los altares totalmente cubiertos por flores de papel de colores chillones.
El órgano tocaba un schottisch muy castizo que nunca más he vuelto a oír y que me ha sido imposible recordar su melodía.
Entré de puntillas sobre las baldosas gibadas dando saltos de pelota de goma por la nave central y en dirección al altar mayor.
Aún no iba a mediados de la nave cuando comenzaron las columnas a mover sus brazos para indicarme que abandonara aquella dirección y me apartara a una nave lateral.
Sin pedir explicación alguna me fui a la nave izquierda donde me encontré con una capilla de zinc, y en ella una mujer. La mujer morena de pechos de aluminio y vestida con maillot de cera. Me enredó en un lazo de siseos con el cual tiró de mí hasta atraerme junto a la verja y poder cuchillear a mi oído:
—Coge la flor de Californía.
La mujer morena salió de la capilla de zinc y fue saltando con velocidad vertiginosa de una lámpara a otra, de un altar a otro, de una nave a otra.
Y yo no cesaba de oír por todas partes con euritmia de péndulo exhausto de cuerda:
—José María, José María,
Coge la flor de Californía.
—José María, José María,
—Coge la flor de Californía.
—Coge la flor de Californía.
—Coge la flor de Californía.
Fornía, Fornía, Fornía, Fornía, nía, nía, nía, nía, nía, nía, nía, nía, nía. La mujer morena del maillot de cera y de los pechos de aluminio comenzó a arder por los cabellos.
Nía, nía, nía, nía.
La mujer morena ardió por completo y sólo quedaron sus dos pechos que convertidos en globos se los llevó un niño vestido de primera comunión.
Momentáneamente me quedé solo en la iglesia, oliendo a cera quemada, oliendo a flores contrahechas yo solo.
Mis pasos retumbaban y fui el centro de aquel ruido sin límites y solo en aquella cárcel de ruido blando pugnaba por salir de ella, en vano, por forjar radios que me condujeran a la tangente.
Me encaré con las columnas y las columnas no me dijeron nada, me hacían señas equívocas y empecé a creer que eran verdaderas columnas de piedra.
Partió en dos mi éxtasis una frase ya olvidada pero rediviva: "Coge la flor de Californía".
Me encaramé en el púlpito y cuando iba a comenzar mi oración para mí, solo en la iglesia, vi moverse con lentitud sobre las baldosas una cigala roja y fosforescente.
Abrí los brazos y planeé desde el púlpito al suelo. Una vez en mí, sólo en mí, y sin prisión pude ver de cerca la cigala cuyo extremo posterior era una flor color de carne.
Fue un latigazo quien me decidió a abalanzarme brusca y repentinamente sobre la cigala. Le arranqué la flor y en un supremo hálito de satisfacción me la puse en el ojal del smoking.
No hube vuelto aún de mí cuando la flor color de carne empezó a corromperse.
Aún no había pisado el umbral de la puerta para salir de la iglesia y ya se paseaban los gusanos por mi pechera almidonada y blanca, por mi pechera impecable de buceador nocturno.
Salí a la calle y los gusanos me habían sacado ya los ojos.
El sol, que llenaba por completo la atmósfera, sólo pude palparlo y de mis manos brotaron diez ojos.