sábado, 26 de diciembre de 2009

EL TIGRE MUNDANO por Jean Ferry


[Nació en 1906. Aparece en el surrealismo en la inmediata posguerra. Muy pronto se destaca por sus relatos de violento humor aparecidos en la revista "Les Quatre Venrs", Se distancia del grupo surrealista a raíz de la fundación del "Colegio de Patafísica" del que es uno de los miembros más importantes. Se ha ocupado especialmente en el estudio y la interpretación de las obras de Raymond Roussel. Hace cine profesional. Escribió el guión cinematográfico de la película "Manón" de Clouzot.

(Biografía extraída de
La Antología de la Poesía Surrealista de Aldo Pellegrini publicada en 1961)]


Entre todas las atracciones de music-hall estúpidamente peligrosas tanto para el público como para quienes las presentan, ninguna me llena de un horror más sobrenatural que ese viejo número llamado "el tigre mundano". Para quienes no lo han visto -pues la nueva generación ignora lo que fueron los grandes espectáculos de music-hall de la anterior posguerra- les recuerdo en qué consiste la exhibición. Lo que no sabría explicar, ni siquiera intentaré exponer es el estado de terror pánico y de abyecto disgusto en el que me sume ese espectáculo, como en un agua sospechosa y atrozmente fría. No debería entrar en las salas en las que ese número -por otra parte, cada vez más raramente- figura en el programa. Fácil es decirlo. Por razones que jamás llegué a dilucidar, nunca anuncian "el tigre mundano", ni yo lo espero, o mejor dicho, sí, una oscura amenaza, apenas formulada, pesa sobre el placer que siento en el music-hall, De pronto, cuando un suspiro de alivio libera mi corazón oprimido después de la última atracción, comienza la música y el ceremonial que conozco demasiado bien, siempre ejecutados, lo repito, del modo más imprevisto. Desde el momento en que la orquesta comienza a tocar ese vals encobrado, tan característico, sé lo que va a pasar, y un peso abrumador me oprime el pecho, mientras me recorre los dientes un finísimo estremecimiento como una corriente acre de bajo voltaje. Debería retirarme, pero no me atrevo. Por otra parte, nadie se mueve, nadie comparte mi angustia y sé que la bestia está en camino. También tengo la impresión de que los brazos de mi butaca constituyen una muy precaria protección.

Primero se hace en la sala una oscuridad completa. Después se enciende un proyector en el proscenio, y el rayo de ese faro irrisorio ilumina un palco vacío, generalmente muy cerca de mi sitio. Muy cerca. Desde allí el haz de claridad va a buscar en la extremidad del pasadizo una puerta de comunicación con las bambalinas, y mientras la orquesta interpreta dramáticamente "La invitación al vals", entran.

La domadora es una impresionante pelirroja, un poco lenta. La única arma que lleva es un abanico negro de plumas de avestruz con el que oculta al comienzo la parte inferior de su rostro; sólo sus inmensos ojos verdes asoman por encima de la oscura franja que se mueve ondulante. Con un gran escote, los brazos desnudos que la luz rodea de una bruma irisada de crepúsculo invernal, la domadora está ceñida por un romántico vestido de noche; un extraño vestido con pesados reflejos, del color negro de las grandes profundidades. Ese vestido está hecho con una piel de suavidad y finura increíbles. Y por encima de todo, la erupción de una cascada de cabellos llameantes sembrados de estrellas de oro. El conjunto resulta a un tiempo abrumador y algo cómico. Pero, ¿quién piensa en reír? La domadora, accionando el abanico que descubre unos labios puros fijados en una sonrisa inmóvil, avanza, seguida por el foco del proyector, hacia el palco vacío, del brazo, si así puede decirse, del tigre.

El tigre marcha bastante humanamente erguido sobre sus patas traseras; está vestido a lo dandy; con una elegancia refinada, y ese traje tiene un corte tan perfecto que es difícil distinguir el cuerpo del animal bajo el pantalón gris con tiras, el chaleco floreado, la pechera de blancura deslumbrante con pliegues irreprochables y el redingote ceñido magistralmente. Pero allí está la cabeza con su espantoso rictus, y los ojos enloquecidos que ruedan en sus órbitas púrpuras, el erizarse furiosos los bigotes y los colmillos que a ratos relampaguean bajo los labios levantados. El tigre avanza, muy tieso, con un sombrero de un gris claro bajo el brazo izquierdo. La domadora marcha a paso regular y si su dorso a veces se arquea, si su brazo desnudo se contrae, dejando ver bajo el terciopelo leonado claro de la piel un músculo inesperado, la causa reside en un violento esfuerzo oculto, con el que endereza a su caballero que estaba por caer hacia adelante.

Ahora están ante la puerta del palco que abre el tigre mundano empujándola con la garra, luego se hace a un lado para dar paso a la dama. Y cuando ésta ya está sentada, y apoya negligentemente los codos sobre la felpa gastada del antepecho, el tigre se deja caer sobre una silla a su lado. En ese momento, por lo general, la sala estalla en cándidos aplausos.

y yo, miro al tigre, y mi deseo de encontrarme lejos es tan inmenso que casi me hace saltar lágrimas. La domadora saluda dignamente con una inclinación de sus bucles de fuego. El tigre comienza su trabajo: manipula los accesorios dispuestos a este efecto en el palco. Finge observar a los espectadores con un binóculo, quita la tapa de una caja de bombones y finge ofrecer uno a su vecina. Saca una tabaquera de seda y finge aspirar de ella; finge -con gran hilaridad de unos y otros- consultar el programa. Después finge hacer galanterías y se inclina como para murmurar alguna declaración al oído de la domadora. La domadora finge ofenderse e interponer con coquetería entre la blancura satinada de su hermosa mejilla y el hocico hediondo de la bestia erizado de hojas de sable, la pantalla frágil de su abanico de plumas. Ante eso, el tigre finge experimentar una profunda desesperación y se enjuga los ojos con el dorso de la pata peluda. Y durante todo el transcurso de esta lúgubre pantomima mi corazón late a golpes desgarradores bajo las costillas, pues soy el único que ve y el único que sabe que todo este desfile de mal gusto no se sostiene sino por un milagro de voluntad, como se dice, y que todos estamos en estado de equilibrio espantosamente inestable, que una nada podría romper. ¿Qué sucedería si en el palco vecino al del tigre, ese hombrecito con aspecto de modesto empleado, ese hombrecito pálido, de ojos fatigados, cesara por un instante de poner su voluntad en acción? Pues él es el verdadero domador, la mujer pelirroja sólo es una comparsa, todo depende de él, él es el que convierte al tigre en una marioneta, un mecanismo manejado con más seguridad que si lo fuera por cables de acero.

¿Y si ese hombrecito se pusiera de pronto a pensar en otra cosa? ¿Si de pronto se muriera? Nadie sospecha el peligro que amenaza a cada minuto. Y yo que lo sé, imagino ... imagino. .. pero no, es mejor no imaginar a qué se parecería la dama de las pieles si... Más vale ver el final del número que arrebata y tranquiliza siempre al público. La domadora pregunta si alguno de los espectadores quisiera tener a bien confiarle un niño. ¿Quién podrá rehusarle algo a una persona tan delicada? Siempre existe un inconsciente que tiende hacia el palco demoníaco un bebé embelesado, que el tigre mece suavemente en el regazo que forma con sus patas flexionadas, dirigiendo hacia el montoncito de carne ojos de alcoholizado. En medio de atronadores aplausos se encienden las luces de la sala, el bebé es devuelto a su legitimo propietario y los dos protagonistas saludan antes de retirarse por el mismo camino por el que llegaron. Desde el instante en que atraviesan la puerta -y jamás retornan para saludar- la orquesta estalla en sus más ruidosos acordes. Al rato, el hombrecito se encoge mientras se enjuga la frente. Y la orquesta toca cada vez más fuerte, para cubrir los rugidos del tigre vuelto en sí desde que pasó los barrotes de su jaula. Aúlla como el infierno. Da vueltas desgarrando su hermosa vestimenta que es necesario reponer en cada presentación. Son las vociferaciones, las imprecaciones trágicas de una rabia desesperada, saltos furiosos que golpean contra las paredes de la jaula. Del otro lado de las rejas, la falsa domadora se desviste apresuradamente para no perder el último tren subterráneo. El hombrecito la espera en la cantina cerca de la estación, la que se llama "Jamás de los jamases".

La tempestad de gritos que desencadena el tigre enredado en sus colgajos de paño podría impresionar desagradablemente al público por lejos que estuviera. Por eso la orquesta toca lo más fuerte posible la obertura de "Fidelio", por eso el director del espectáculo, entre bambalinas, apresura la entrada en escena de los ciclistas cómicos. Detesto el número del tigre mundano y no comprenderé nunca el placer que le produce al público.



"Tigre" por William Blake.