[Lezama Lima en su 'Paradiso'
José Manuel Caballero Bonald, El País del 27/11/2010
El autor cubano no pertenece a otra escuela que a la que él creó y se extinguió con él, una vez cumplida su difícil y espléndida heterodoxia artística. El 19 de diciembre se cumple el centenario de un escritor cuya personalísima tarea de invención de la realidad, de juego de espejos y máscaras, fundamenta su entera actividad poética.
Hay efemérides que quedan oscurecidas, desplazadas por otras de más acusada notoriedad o de mayor divulgación por los extrarradios de la literatura. Eso es lo que ocurre con José Lezama Lima, nacido el mismo año que Luis Rosales o Miguel Hernández, de quienes se han venido conmemorando de modo elocuente sus respectivos centenarios. Tampoco resulta imprevista la desatención que ha merecido a este respecto Lezama Lima. Por uno u otro motivo, Hernández y Rosales son poetas que, al margen de sus merecimientos literarios, disponen de un estimable repertorio de incentivos extraliterarios. No es ese el caso de Lezama Lima, cuya compleja personalidad dista mucho de estar mayoritariamente valorada. Y menos en un clima literario cuya subordinación a unos hábitos preferentemente realistas tiende a desestimar cualquier operativo desacato a la tradición.
Siempre asocio la imagen de Lezama a la de un docto caballero renacentista bien acomodado entre el humanismo y la buena mesa. Un poco distante de lo que tenía más cerca, viajero por los alrededores de un reducido mundo en cuyo fondo cabía el mundo, Lezama es un escritor desclasificado, un poeta, un narrador, un ensayista de anómalos y más bien exiguos vínculos con la historia lineal de la literatura del siglo XX. Decía Cernuda que era un poeta "inusitado en cualquier tierra de habla española, admirable y diabólicamente hermético". En el universo literario de Lezama comparecen efectivamente unas constantes estéticas de intrincados y exquisitos aparejos, una magistral potencia indagatoria en las contingencias de un lenguaje sibilinamente personalizado: la supra verba entendida como una nueva dimensión simbólica de la palabra. Lezama no pertenece a otra escuela que a la que él creó y se extinguió con él, una vez cumplida su difícil y espléndida heterodoxia creadora. Recomiendo a este respecto la correspondencia entre el poeta y Rodríguez Feo (Ediciones Unión, La Habana, 1989), donde -aparte de las valiosas referencias a Orígenes, la memorable revista que ambos fundaran- se despliega una luminosa radiografía de los modales humanos y los asombrosos registros culturales del autor de Paradiso.
La obra entera de Lezama es un paradigma de avidez de conocimiento a través de la escritura, de una escritura que, como él dijo del Góngora de las Soledades, "nos impresiona como la simultánea traducción de varios idiomas desconocidos". Sin duda que sus normativas poéticas incurren en distintos préstamos culteranos -barrocos-, pero el resultado final va más allá: es un barroco enriquecido con una serie de innovaciones léxicas, sintácticas, morfológicas sólo atribuibles al rango de una técnica de la imaginación de extraordinaria vitalidad. Su hermetismo, de existir, vendría a ser como la consecuencia del exceso de iluminación, del mismo modo que la presunta exuberancia de su código estilístico depende de la propia exuberancia sensitiva del autor. Imposible no reconocer la sugestión múltiple de ese paradigma que puede parecer excesivo y que de hecho tiene mucho de excéntrico en el ámbito de nuestra cultura literaria contemporánea. En cierto modo, la afanosa empresa poética de Lezama queda fijada en esa abrumadora tarea de renovación lingüística, cuyas claves parecen laboriosamente extraídas de "las profundas cavernas del sentido". Por ahí se llega sin duda a la esencia misma de la creación poética.
Yo me adentré por primera vez en el complejo y fascinante corpus poético de Lezama durante unas cinco semanas de 1966, justo cuando apareció Paradiso. José Ángel Valente y yo -que estábamos pasando una temporada en Cuba- fuimos a visitarlo a su casa de la habanera calle Trocadero, 162. Recuerdo muy bien al poeta, un señor cortés y orondo, mordaz y asmático, recluido como a perpetuidad en una habitación bien abastecida de cuadros, libros y cachivaches de varia redundancia, aposentado en un sillón abacial entre cuyos brazos se apoyaba una tabla a manera de pupitre, fumando con fruición un tabaco de "las mejores vegas de Bayamo". Tenía aspecto de criollo ilustrado, devoto sensual de la naturaleza y mal avenido con las mediocridades urbanas. Su conversación era una larga secuencia de figuras retóricas, en especial de epítetos y perífrasis, con lo que resultaba muy difícil mantener un diálogo más o menos convencional. Sólo una fugaz mención a la cocina popular cubana introdujo aquella vez en la profusa alocución del poeta algún que otro improperio contra los deplorables vínculos entre gastronomía y revolución. Decía Cortázar que Lezama hablaba como escribía, a lo que podría añadirse que lo hacía en una lengua adecuadamente concebida con el propósito de que el oyente o el lector no se llamara a engaño. Su secreta idea del mundo era su lenguaje secreto, el "eterno reverso enigmático", como él decía. Supongo que si hubiese empleado otro habitual uso lingüístico no habría sido viable esa personalísima tarea de invención de la realidad, de juego de espejos y máscaras que fundamenta la entera actividad poética -en prosa y verso- de Lezama. Ya se sabe que una cosa es la verdad literaria y otra muy distinta la verdad a secas.
Paradiso ha merecido toda clase de asedios críticos a cuenta de su condición de anti-novela, de su irracionalismo palmario, de sus desconexiones temáticas. Todo eso quizá pueda ser cierto, no estoy seguro, pero lo que de veras importa en este caso es la excepcional voluntad creadora de Lezama, su promulgación de un "sistema poético" que trasciende los cánones al uso y asume un tratamiento artístico de la realidad absolutamente seductor, regido por una verbosidad que parece como proyectada en un entramado mitológico. Por ahí, por esa selva virgen del texto, puede uno internarse sabiendo que lo aguardan frecuentes extravíos, pero también copiosos deslumbramientos. Las pérdidas posibles se compensan con los hallazgos magníficos.
La poesía de Lezama -desde Muerte de Narciso a Fragmentos a su imán- responde en puridad al mismo planteamiento estético que su narrativa -desde Juego de las decapitaciones a Oppiano Licario- o que su trabajo ensayístico -desde Analecta del reloj a Las eras imaginarias-. Con alguna episódica salvedad, en todos los casos se verifica como una especie de similar desalojo de una realidad que va a ser lujuriosamente sustituida por otra versión posible de esa realidad, o de ese enigma que para entendernos llamamos realidad. La diferencia de géneros apenas interfiere esa peculiarísima osadía compositiva. Lo que llamó Valente a este respecto "la apertura infinita de la palabra" viene a ser aquí como una celebración del más depurado arte de escribir, de un arte que se mantiene magistralmente vivo porque nació sin ningún condicionamiento temporal. Releer a Lezama continúa siendo un muy acreditado ejercicio de literatura comparada para neutralizar el desánimo.]
Las óperas para siempre sonreirán en las azoteas
entre las muertas noches sin olvidos marinos.
En la aldea de techos bajos los gamos amanecen cantando,
como niños profusos que vuelan por los recuerdos.
El tapiz que leías en las esperas de las manos coloreadas,
de las voces rodadas hasta perderse por las espaldas,
de los fríos dormidos sin nubes, sin escudos, sin senos escamosos,
sin los antifaces robados en la cámara de los venenos.
Recordado tapiz, enjoyado por los donceles madrugadores,
saltando entre banderas con la cara quemada de los bandoleros,
con los guitarreros que les llevan agua a los caballos
y con las dormidas anémonas falsas de la mujer despreciada.
En las endurecidas endechas de las azoteas
que borraban las noches notariales
que si se abrían sobre la muerte, pestañas y peinecillos
grises del estanque recurvaban como un barco amarillo.
Para qué poner las manos en el estanque si existen las heridas de mármol,
si existen los años que se tienden como el morir del marfil en los pianos,
o del que vive separando el hastío de las armadas quejumbrosas,
del galope de un corcel ciego que come en las azoteas.
Para qué redondear la nieve de los brazos de la ruina moral
si los corales tiernos han de acudir a la cita de las cuchilladas
y los infantes han de remar al borde de los suspiros
que envían sus olas sobre un gran perro flechado.
Las joyerías que salvarán sus vidas,
sus preciosas vidas de cristal detenido y mariposas contadas,
brillarán sintiendo sus pecados doloridos tocarse en el lamento o el insulto
con las oscuras caracolas recostadas en una mano tirada al fuego.
La noche perezosa despertará para recoger las playas
olvidadas junto a un sonámbulo que mira a todas partes sin odios.
El peine que adelgaza oyendo a las sirenas sus gritos entumidos
puede separar la aguja de la amistad de los espejos mal llorados.
Oh los bordes tan negros para las manos que se perderán en el río,
que no podrán reconstruir la estatua de la mujer apagada
por las prisas de la mandolina sumergida hasta el talle del clavel,
errante en un mercado de matemáticos japoneses.
Las prisas se tenderán en un equilibrio de gaviotas
sobre las pestañas o viva red de las inexactitudes
que han de gritar a las gaviotas paseando sobre techos de zinc y cabelleras
teñidas y seguir aburridas sobre el mar apagado para el arco de viola.
Al brillar la malaria sanará el oído.
Quedaré escondido en el ojo de los naipes raptados,
ante una voz que anunciarán las samaritanas o las salamandras presas
en el temor de una muralla bordada de pobreza elegante.
Quedaré detenido ante el temor de incendiar las alfombras,
pero resultará un juego de manos y un itinerario de ajedrez encerrado
por el atardecer que palidece ante una colección de fresas
que en ruido de vitrinas al borde de los labios deshacen sus cristales.
Oh, cómo manchan el peso tardío de los mandarines iletrados,
cómo despiertan entorpecidos los faisanes.
La invasión de las aguas se va tendiendo en pesadillas
sin despertar al escalar el surtidor o fijar un lucero.
En un solo pie, despierto en ruidos postreros de vuelos entornados,
quedaré en una gruta recorriendo la precisión de las tarjetas polares
despertando por los timbres ocultos y por el ruiseñor
que despierta para bruñir sus pesadas canciones.
Pero allí un momento, un solo momento entre el adiós y el tálamo.
Un momento de siglos que tardaré en desnudarme,
en quedarme hasta oír los pasos que van a romper el cántaro.
Quedaré entre el tálamo y el ruido del arco.
Por el cielo de ahora los toros blancos pasan con un muslo vendado.
Quedaré cosiendo insectos, despertado inseguro entre el tálamo y el ruido del arco.
¿Para qué habrá largas procesiones de marquesas
si la traición de la luna nieva un largo bostezo?
Una amapola sangra las manos al coger un insecto
entornado en el hueco que han dejado los recuerdos.
Si el surtidor se aísla y las amapolas ruedan,
los niños con el costado hundido continuarán rompiendo todos los clavicordios.
¿Para qué habré venido esta noche?