viernes, 20 de junio de 2014

VI DELICIA SURREALISTA: "JOSÉ MARÍA HINOJOSA, EL SURREALISTA DOBLEMENTE ASESINADO"

Este jueves 26 de junio a las 20.30h en La Delicia de Leer (c/ Juan Agapito y Revilla, 10, 47004 Valladolid ) los interesados en el movimiento surrealista nos veremos de nuevo las caras, y ello a mayor gloria del Piojo Eléctrico. En esta ocasión, nuestro interés se centrará en la vida y obra del poeta José María Hinojosa, autor de uno de los libros seminales del surrealismo hispánico: La flor de Californía (sic, con acento en la "i"). Hinojosa ocupa un puesto muy singular en el surrealismo de estas latitudes por sus posturas políticas opuestas a las sostenidas por el grueso del movimiento iniciado por Breton y porque su obra ha sido, por razones bien distintas, silenciada por las "dos Españas", válganos la expresión machadiana.




José María Hinojosa Lasarte nació en 1904 en Campillos, Málaga, en el seno de una poderosa familia terrateniente. Su holgada situación económica le permitió viajar por Europa entrando en contacto con el surrealismo en París. También se interesó por la Revolución Rusa pero lo que vio Hinojosa en ese país debió decepcionarle mucho, influyendo este hecho en su futura deriva conservadora. De sus primeros versos influenciados por las tempranas vanguardias poéticas del siglo XX como el cubismo o el imagismo, Hinojosa pasó a escribir uno de los primeros libros netamente surrealistas de la literatura española, La Flor de Californía (1928). La Flor de Californía (escrito y pronunciado con acento en la última "i" por un juego de palabras rimado ideado por el autor) es una colección de textos en prosa repletos de electrizante imaginería y exquisito humor negro en los que late un furibundo deseo de libertad apenas reprimido.  En contradicción con su obra estaba su actividad política cada vez más escorada hacia la derecha, en lógica defensa, por otra parte, de sus intereses de clase. Tanto llegó a ser así que a principios de los años 30 Hinojosa decidió renunciar a la escritura surrealista, animado por su conservadora familia. Participó en el conato de golpe de estado contra la II República conocido como la Sanjurjada y fue miembro de Comunión Tradicionalista hasta que el 18 de julio de 1936 fue asesinado por fuerzas antifascistas que asaltaron la cárcel de Málaga en represalia por un bombardeo de la aviación franquista sobre la ciudad.

El "bando nacional" pudo utilizar su asesinato para contrarrestar la propaganda republicana a cuenta del asesinato de Lorca (a quien Hinojosa conoció en la Universidad de Granada y de quien fue amigo) pero el moralismo pusilánime del franquismo se sintió horrorizado ante la hermosa locura de los textos de La flor de Californía y decidió echar tierra sobre el autor y su obra. Fue así como José María Hinojosa fue asesinado por segunda vez, en esta ocasión de manera metafórica, como poeta.


Ilustración de Joaquín Peinado para 
La flor de Californía de Hinojosa



LA FLOR DE CALIFORNÍA por José María Hinojosa
a Manuel Altolaguirre

El camino tenía siempre un desnivel y la rampa subía y bajaba con ritmo de montaña rusa, con ritmo de tralla restallada.

Los zigzag fueron menudeando hasta hacerse de una violencia tal que el camino llegó a echar un nudo a mis pies y los puntos suspensivos de los pasos se unieron para formar la línea recta del resbalón.

Cuando hube llegado a la meta se me ofreció como única salida un túnel recubierto de láminas de sangre. Sobre una placa fotográfica en negativo había escrito a la entrada del túnel la siguiente inscripción:

          CRISTO PUSO LA PRIMERA PIEDRA
          EL VIERNES SANTO DEL AÑO 1925

Como el camino con sus restallidos no cesaba de crujirme las piernas me vi obligado a entrar cuanto antes en el túnel a pesar de mi repugnancia.

El túnel, muy largo, fue de una monotonía insufrible y maloliente, no cruzándome en mi marcha con persona alguna y sólo, ya casi al final, me encontré con un guardia que me dijo imperativamente:

— Lleve usted la derecha.

Pasé momentos de angustia terribles. Hasta entonces no me había apercibido de la falta de mis dos brazos y sin ellos ¿cómo averiguar cuál era mi derecha?

Hice esfuerzos enormes por correr y no pude salir del paso lento; quise ocultarme y no hallé lugar propicio para ello y al fin, extenuado, aguardé pacientemente a la terminación del túnel.

A la salida recuperé los brazos y no bien me hube sentado y encendido un cigarro para fumármelo con tranquilidad, en reposo de mis recientes fatigas, cuando empezaron a agruparse a mi alrededor cuantos transeúntes pasaban por allí. Me lanzaban insultos y me acusaban de llevar una camisa verde con la cual pretendía hacerme pasar por un loro. Era falso lo que me imputaban y cuando llegó el juez le dije con la serenidad que supone la inocencia:

—Señor juez, le juro que no he dejado un momento de llevar mi derecha.

Con esta explicación se dio el juez por satisfecho y yo para librarme de los curiosos me zambullí por la primera puerta que vi abierta.

Esta primera puerta fue la de una iglesia toda blanqueada y con los altares totalmente cubiertos por flores de papel de colores chillones.

El órgano tocaba un schottisch muy castizo que nunca más he vuelto a oír y que me ha sido imposible recordar su melodía.

Entré de puntillas sobre las baldosas gibadas dando saltos de pelota de goma por la nave central y en dirección al altar mayor.

Aún no iba a mediados de la nave cuando comenzaron las columnas a mover sus brazos para indicarme que abandonara aquella dirección y me apartara a una nave lateral.

Sin pedir explicación alguna me fui a la nave izquierda donde me encontré con una capilla de zinc, y en ella una mujer. La mujer morena de pechos de aluminio y vestida con maillot de cera. Me enredó en un lazo de siseos con el cual tiró de mí hasta atraerme junto a la verja y poder cuchillear a mi oído:

—Coge la flor de Californía.

La mujer morena salió de la capilla de zinc y fue saltando con velocidad vertiginosa de una lámpara a otra, de un altar a otro, de una nave a otra.

Y yo no cesaba de oír por todas partes con euritmia de péndulo exhausto de cuerda:

—José María, José María,

Coge la flor de Californía.

—José María, José María,

—Coge la flor de Californía.

—Coge la flor de Californía.

—Coge la flor de Californía.

Fornía, Fornía, Fornía, Fornía, nía, nía, nía, nía, nía, nía, nía, nía, nía. La mujer morena del maillot de cera y de los pechos de aluminio comenzó a arder por los cabellos.

Nía, nía, nía, nía.

La mujer morena ardió por completo y sólo quedaron sus dos pechos que convertidos en globos se los llevó un niño vestido de primera comunión.

Momentáneamente me quedé solo en la iglesia, oliendo a cera quemada, oliendo a flores contrahechas yo solo.

Mis pasos retumbaban y fui el centro de aquel ruido sin límites y solo en aquella cárcel de ruido blando pugnaba por salir de ella, en vano, por forjar radios que me condujeran a la tangente.

Me encaré con las columnas y las columnas no me dijeron nada, me hacían señas equívocas y empecé a creer que eran verdaderas columnas de piedra.

Partió en dos mi éxtasis una frase ya olvidada pero rediviva: "Coge la flor de Californía".

Me encaramé en el púlpito y cuando iba a comenzar mi oración para mí, solo en la iglesia, vi moverse con lentitud sobre las baldosas una cigala roja y fosforescente.

Abrí los brazos y planeé desde el púlpito al suelo. Una vez en mí, sólo en mí, y sin prisión pude ver de cerca la cigala cuyo extremo posterior era una flor color de carne.

Fue un latigazo quien me decidió a abalanzarme brusca y repentinamente sobre la cigala. Le arranqué la flor y en un supremo hálito de satisfacción me la puse en el ojal del smoking.

No hube vuelto aún de mí cuando la flor color de carne empezó a corromperse.

Aún no había pisado el umbral de la puerta para salir de la iglesia y ya se paseaban los gusanos por mi pechera almidonada y blanca, por mi pechera impecable de buceador nocturno.

Salí a la calle y los gusanos me habían sacado ya los ojos.

El sol, que llenaba por completo la atmósfera, sólo pude palparlo y de mis manos brotaron diez ojos.

martes, 17 de junio de 2014

V DELICIA SURREALISTA: "LA FACCIÓN SURREALISTA DE TENERIFE: ERUPCIONES ONÍRICAS EN MITAD DEL ATLÁNTICO"

La V Delicia Surrealista (que tendrá lugar en el lugar y hora habitual, a saber, la librería La Delicia de Leer en c/ Juan Agapito y Revilla 10, 47004 Valadolid, a las 20.30h.) emplaza a interesados y curiosos a participar en un acto que pretende homenajear y rescatar del olvido al que la ha condendo el mediocre establishment literario actual a la Facción Surrealista de Tenerife. Quienes participen, que tengan por seguro que recibirán las bendiciones del santísimo Piojo Eléctrico. Ahí es nada.

La Facción Surrealista de Tenerife fue el único proyecto de grupo surrealista que cuajó en territorio español. Se agruparon en torno a la Gaceta de Arte, revista de crítica de arte mensual dirigida desde Santa Cruz de Tenerife por Eduardo Westerdahl. En sus páginas escribieron el crítico Domingo Pérez Minik y los poetas Agustín Espinosa, Pedro García Cabrea, Domingo López Torres, Emeterio Gutiérrez Albelo y José María de la Rosa. Su defensa del surrealismo fue respaldada por una visita a la isla del mismísimo Breton, junto con su pareja de entonces la pintora surrealista Jacqueline Lamba y el poeta Benjamin Peret. 


Breton, Lamba y Peret con miembros de la Facción Surrealista de Tenerife

Este compromiso con el surrealismo llevó a alguno de los miembros del grupo de Tenerife a ser perseguidos tras la victoria franquista en la Guerra Civil. Así Agustín Espinosa, autor de uno de los libros, Crimen, más bellos a la vez que tenebrosos del surrealismo en lengua hispana, catedrático de lengua y literatura de instituto, fue separado de su cátedra y acosado hasta su muerte por pacatos falangistas, ofendidos en su estrechez mental por los pasajes más escabrosos de su prodigioso libro. Hay quien dice que los fascistas le hicieron tragarse hoja por hoja su Crimen. Por su parte, Cabrera, que ocupaba un cargo político en la Segunda República, vagó durante años por cárceles españolas donde tenía que escribir a escondidas. Más dramático fue el destino del poeta Domingo López Torres, el más joven del grupo y el más apasionado defensor de la Revolución Social, que fue encarcelado, torturado y lanzado al Atlántico en un saco usado para transportar plátanos. Su cadáver se lo tragó su amado Atlántico sin dejar rastro. Gutiérrez Albelo, en cambio, se entregó al catolicismo y así pudo lavar su "mancha" ante la sociedad franquista. Es una pena que a pesar del terrible sacrificio realizado, estos poetas apenas sean reconocidos fuera del archipiélago  canario.


Paisaje Cósmico de Óscar Domínguez


CRIMEN (fragmento) por Agustín Espinosa

Estaba casado con una mujer lo arbitrariamente hermosa para que, a pesar de su juventud insultante, fuera superior a su juventud su hermosura. Ella se masturbaba cotidianamente sobre él, mientras besaba el retrato de un muchacho de suave bigote oscuro.

Se orinaba y se descomía sobre él. Y escupía –y hasta se vomitaba– sobre aquel débil hombre enamorado, satisfaciendo así una necesidad inencauzable y conquistando, de paso, la disciplina de una sexualidad de la que era la sola dueña y oficiante.

Ese hombre no era otro que yo mismo.

Los que no habéis tenido nunca una mujer de la belleza y juventud de la mía, estáis desautorizados para ningún juicio feliz sobre un caso, ni tan insólito ni tan extraordinario como a primera vista parece.

“Ella creía que toda su vida iba a ser ya un ininterrumpido gargajo, un termitente vómito, un cotidiano masturbarse, orinarse y descomerse sobre mí, inacabables.

Pero una noche la arrojé por el balcón de nuestra alcoba al paso de un tren, y me pasé hasta el alba llorando entre el cortejo elemental de los vecinos, aquel suicidio inexplicable e inexplicado.”

No fue posible que la autopsia dijera nada útil ante el informe montón de carne roja. El suicidio pareció lo más cómodo a todo el mundo. Yo, que era el único que hubiera podido denunciar al asesino, no lo hice. Tuve miedo al proceso, largo, impresionante. Pesadillas de varias noches con togas, rejas y cadalsos me aterrorizaron más de lo que yo pensara. Hoy me parece todo como un cuento escuchado en la niñez y, a veces, hasta dudo de que fuese yo mismo quien arrojó una noche por el balcón de su alcoba, bajo las ruedas de un expreso, a una muchacha de dieciséis años, frágil y blanca como una fina hoja de azucena.

Pero ni el recuerdo de ella ni el retrato del muchacho de suave bigote oscuro se han separado jamás de mí.

En mis farsas peores, les hago intervenir a los dos, disfrazándoles a mi gusto, y decepcionándoles premeditadamente con finales demasiados imprevistos.

En una hora de inconciencia y olvido pasajeros, he hecho la elegía a María Ana, que doy en este libro. Una elegía a una María Ana que viviera ahora, en 1930, pero anterior, en mis recuerdos, al crimen, aunque no al vómito y el salivazo. Una María Ana de mis ajenos años de estudiante de Filosofía y Letras. La María Ana, en fin, del joven de suave bigote oscuro. O mejor aún: la elegía que a María Ana hubiera podido hacer tan odioso y feliz mancebo.

Para salvarla de mi crimen –de la presión del tren sobre ella y del pánico de la caída- he escrito el relato titulado “Revenant o el traje de novio”.

Aquí muere María Ana en su cama blanca de prometida, arropando el adiós con una sonrisa prestada. Si la he disfrazado de Miss Equis, ha sido para desnudarla de algún modo de su andalucismo moreno, que me hubiera obligado a volverla a tender de nuevo bajo otros trenes de la madrugada.

Luego sólo he tenido –y he realizado- el capricho explicable de reunir en mi casa, una noche, a mis buenos amigos en el anonimato. A mis desconocidos camaradas en un crimen impune: un cable eléctrico, un jazminero, una hoja Gillette, una cuna, un pene de 63 años, etc.




Frente a todos los crímenes anónimos de mis criminales huéspedes de una noche, ha permanecido mi crimen en su sitio propio de sensacional, único y gran asesinato pasional. De crimen tipo. De crimen de novela más que de crimen ocurrido.

Sobre él y sobre mis lectores caigan desde hoy mis futuras maldiciones y persecuciones, la miseria actual y las pústulas pretéritas de mi cuerpo senectuoso de narrador emocionado del asesinato propio y de los crímenes ajenos.

Yo ya sólo vivo para un estuche de terciopelo blanco, donde guardo los ojos azules, encontrados por el guardagujas la menstrua alba de mi crimen, entre los últimos escombros sanguinolentos de la vía.

viernes, 13 de junio de 2014

EL DESHONOR DE LOS POETAS por Benjamin Peret

Si se indaga en la significación original de la poesía, actualmente disimulada bajo los mil oropeles de la sociedad, se constata que es el verdadero aliento del hombre, la fuente de todo conocimiento y éste mismo conocimiento, bajo su aspecto más inmaculado. En ella se condensa la vida espiritual de la humanidad en su totalidad, desde que ha comenzado a tomar conciencia de su naturaleza; en ella palpitan ahora las más altas creaciones y, tierra por siempre fecunda, guarda perpetuamente en reserva los cristales incoloros y las cosechas del mañana. Divinidad tutelar de mil rostros, se la llama aquí amor, allí libertad, en otros lados ciencia. Continúa siendo omnipotente, borbotea en el relato mítico de los esquimales, estalla en la carta de amor, ametralla al pelotón de ejecución que fusila al obrero en el momento en que exhala el último suspiro de revolución social y por lo tanto de libertad, chisporrotea en el descubrimiento del investigador científico, desfallece, exangüe, hasta en las más estúpidas producciones que se reclaman de ella y de su recuerdo; elogio que podría ser fúnebre, figurando en las palabras momificadas de su asesino el sacerdote y que el creyente escucha persiguiéndola, ciego y sordo, en la tumba del dogma, donde la poesía no es sino una falaz ceniza.


Sus innumerables detractores, verdaderos y falsos sacerdotes, más hipócritas que los sacerdotes de todas las religiones, falsos testigos de todos los tiempos, la acusan de ser un modo de evasión, de huída ante la realidad, como si ella no fuese la realidad misma, su esencia y su exaltación. Incapaces de concebir la realidad en su conjunto y en sus complejas relaciones, no quieren considerarla sino en su aspecto más inmediato y en el más sórdido. Perciben únicamente el adulterio sin experimentar jamás el amor, el avión de bombardeo sin acordarse de Ícaro, la novela de aventuras sin comprender la aspiración poética permanente, elemental y profunda, en una vana ambición por satisfacerla. Desprecian el sueño en provecho de su realidad como si el sueño no fuera uno de sus aspectos y aún el más conmocionante, exaltan la acción a expensas de la meditación como si la primera sin la segunda no fuese un deporte tan insignificante como todo hecho deportivo. En otros tiempos, oponían el espíritu a la materia, su dios al hombre; actualmente defienden la materia contra el espíritu. De hecho, es la intuición que ellos tienen en provecho de la razón, olvidando de dónde viene esta razón.

Los enemigos de la poesía tienen o han tenido en todas las épocas la obsesión de someterla a sus fines inmediatos, de rebajarla ante su dios o bien actualmente, encadenarla al pregón de la nueva divinidad parda o “roja” –rojiparda de sangre desecada– más sangrienta aún que en la antigüedad. Para ellos, la vida y la cultura se resumen en útil e inútil, sobreentendiéndose que aquí lo útil toma la forma de un azadón manejado a guisa de su beneficio. Para ellos la poesía no es más que un lujo del rico, aristócrata o banquero, y si se quiere hacerla pasar por “útil” a la masa, debe resignarse a la suerte de las artes “aplicadas”, “decorativas”, “dirigidas”, etc.

Pero a pesar de todo, instintivamente, intuyen que es el punto de apoyo reclamado por Arquímedes y temen que, al sublevarse, el mundo les pueda caer en la cabeza. De allí, su ambición en degradarla, en privarla de toda eficacia, de todo valor de exaltación, para otorgarle el papel hipócritamente consolador de una hermanita de la caridad.

Pero el poeta no está para mantener con el prójimo una ilusoria esperanza humana o celestial, ni para desarmar a los espíritus insuflándoles una confianza sin límites en un padre o en un jefe contra el cual toda crítica deviene sacrilegio. Por el contrario, le corresponde pronunciar palabras siempre sacrílegas y blasfemias permanentes. Antes que nada, el poeta debe tomar conciencia de su naturaleza y de su lugar en el mundo. Inventor para quien el descubrimiento no es más que el medio de alcanzar un nuevo descubrimiento, debe combatir sin descanso a los dioses paralizantes encarnizados en mantener al hombre bajo la servidumbre en relación con los poderes sociales y la divinidad, los cuales se complementan mutuamente. Será entonces revolucionario, pero no de los que se enfrentan al tirano actual, a juicio de ellos nefasto porque se opone a sus intereses, para ensalzar al opresor del mañana del que ya se han constituido en sus servidores. No, el poeta lucha contra toda forma de opresión: la del hombre por el hombre en primer lugar y la opresión de su pensamiento por los dogmas religiosos, filosóficos o sociales. Combate para que el hombre alcance un conocimiento para siempre perfectible de sí mismo y del universo. No se debe colegir con esto que deba desear poner la poesía al servicio de una acción política, inclusive revolucionaria. Pero su cualidad de poeta lo convierte en un revolucionario que debe combatir en todos los terrenos: el de la poesía, con los medios propios de ésta, y en el terreno de la acción social sin confundir jamás los dos campos de acción, so pena de restablecer la confusión que se trata de disipar y, por lo tanto, de dejar de ser poeta, es decir revolucionario.

Guerras como la que sufrimos no serían posibles sino en vista de una conjunción de todas las fuerzas de la regresión y ello significa, entre otras cosas, un freno al progreso cultural propiciado por esas fuerzas de la regresión que amenazan a la cultura. Esto es demasiado evidente para que haga falta insistir.

De esta derrota momentánea de la cultura, se deduce fatalmente un triunfo del espíritu de reacción, y, en primer lugar, del oscurantismo religioso, coronamiento necesario de todas las reacciones. Tendríamos que remontarnos muy lejos en la historia para encontrar una época donde Dios, el Todopoderoso, la Providencia, etc. hayan sido tan frecuentemente invocados por los jefes de estado o en su beneficio. Churchill casi no pronuncia discursos sin asegurarse su protección, Roosevelt ha hecho lo mismo, De Gaulle se coloca bajo la invocación de la cruz de Lorena, Hitler invoca cada día a la Providencia y las metrópolis de toda especie, de la mañana a la noche, agradecen al Señor por el servicio stalinista. Lejos de constituir una manifestación insólita, su actitud consagra un movimiento general de regresión al mismo tiempo que es revelador de su estado de pánico. En el transcurso de la guerra anterior, los curas de Francia declaraban solemnemente que Dios no era alemán mientras que, del otro lado del Rhin, sus congéneres reclamaban para él la nacionalidad germánica y las iglesias de Francia, por ejemplo, no han tenido tantos fieles como desde el comienzo de las presentes hostilidades.

¿De dónde proviene este renacimiento del fideísmo? Ante todo, de la desesperación engendrada por la guerra y por la miseria general: el hombre ya no ve salida en la tierra para su horrible situación o no la ve aún y busca en un cielo fabuloso un consuelo para sus desgracias materiales, que la guerra ha agravado en proporciones inauditas. Mientras tanto, en la época inestable denominada de paz, las condiciones materiales de la humanidad, que habían suscitado la constante ilusión religiosa, subsistían aunque atenuadas y reclamaban imperiosamente una satisfacción. La sociedad presidía a la lenta disolución del mito religioso sin poder sustituirlo con nada, excepto con las sacarinas cívicas: patria o jefe.

Los unos, frente a estos ersatz, en favor de la guerra y de las condiciones de su desenvolvimiento, han permanecido desamparados, sin otro recurso que un retorno puro y simple a la fe religiosa. Los otros, estimándola insuficiente y en desuso, han intentado ya sea sustituirla por nuevos productos míticos o de regenerar los antiguos mitos. De allí la apoteosis general en el mundo, por un lado, del cristianismo, y, por otra parte, de la patria y el jefe. Pero la patria y el jefe, como la religión de la que son a la vez hermanos y rivales, no tienen hoy en día otro recurso para reinar sobre los espíritus que la coacción. Su triunfo pre-sente, fruto de un reflejo de avestruz, lejos de signi-ficar un glorioso renacimiento, presagia su fin inmi-nente.

Esta resurrección de Dios, de la patria y del jefe, ha sido también el resultado de la extremada confusión de los espíritus, engendrada por la guerra y mantenida por sus beneficiarios. Por consecuencia, la fermentación intelectual engendrada por esta situación, en la medida en que se abandona a la corriente, permanece entera-mente regresiva, afectada de un coeficiente negativo. Sus productos continúan siendo reaccionarios, ya se trate de “poesía” de propaganda fascista o antifascista o de exaltación religiosa. Afrodisíacos de viejo, no aportan sino un vigor fugitivo a la sociedad solo para aplastarla mejor. Estos “poetas” no participan en nada del pensamiento creador de los revolucionarios del año II o de la Rusia de 1917, por ejemplo, ni de los místicos y heréticos de la Edad Media, porque están destinados a provocar una exaltación ficticia en la masa, mientras que aquéllos revolucionarios y místicos eran el producto de una exaltación colectiva real y pro-funda que ellos traducían en sus palabras. Expresaban por ese modo el pensamiento y la esperanza de todo un pueblo imbuído del mismo mito o animado por el mismo impulso, mientras que la “poesía” de propaganda tiende a insuflar un poco de vida a un mito agonizante. Cánticos cívicos, ellos tienen la misma virtud soporífera que sus patrones religiosos, de los cuales heredaron directamente su función conservadora, porque si la poesía mítica y luego mística ha creado la divinidad, el cántico explota esa misma divinidad. De igual manera, el revolucionario del año II o de 1917 crearon la sociedad nueva, mientras que el patriota y el stalinista de la actualidad medran con ella.

Confrontar a los revolucionarios del año II y de 1917 con los místicos de la Edad Media no equivale en modo alguno a situarlos en un mismo plano, pero al intentar hacer descender a la tierra el paraíso ilusorio de la religión, los primeros no han dejado de manifestar procesos psicológicos similares a los que se descubren entre los segundos. Y aún es necesario distinguir entre los místicos que a pesar de sí mismos tienden a la consolidación del mito y preparan involuntariamente las condiciones que conducirán a su reducción al dogma religioso, y los heréticos, cuyo papel intelectual y social es siempre revolucionario porque cuestiona los principios sobre los que el mito se apoya para momificarse en dogma. Efectivamente, si el místico ortodoxo (pero, ¿puede hablarse de místico ortodoxo?) traduce un cierto conformismo relativo, por el contrario el herético expresa una oposición a la sociedad en la que vive. Solamente los sacerdotes serían entonces dignos de ser considerados al mismo título que los sostenedores actuales de la patria y el jefe, porque desempeñan la misma función parasitaria respecto del mito.

No encuentro otro mejor ejemplo de esto que precede, que un pequeño folleto aparecido recientemente en Río de Janeiro: El honor de los poetas, que comporta una selección de poemas publicados clandestinamente en París durante la ocupación nazi. Ninguno de estos “poemas” supera el nivel lírico de la publicidad farmacéutica y no es por casualidad que sus autores se hayan creído, en su inmensa mayoría, en el deber de retornar a la rima y al alejandrino clásicos. La forma y el contenido guardan necesariamente entre sí una relación de las más estrechas y, en estos “versos”, actúan mutuamente en una loca carrera hacia la peor reacción. Es, en efecto, significativo, que la mayoría de estos textos asocien estrechamente el cristianismo y el nacionalismo, como si quisieran demostrar que el dogma religioso y el dogma nacionalista tuviesen un origen común y una idéntica función social. El título mismo del folleto, El honor de los poetas, considerado en relación con su contenido, toma un sentido extraño a toda poesía. En definitiva, el honor de estos “poetas” consiste en dejar de ser poetas para pasar a convertirse en agentes de publicidad.

En el caso de Loys Masson la alianza religión-nacionalismo comporta una proporción más grande de fideísmo que de patriotismo. De hecho, se limita a adornar expresiones del catecismo:

Cristo, concede a mi plegaria el poder de sacar fuerzas
de las raíces profundas
Concédeme merecer esta luz
mi mujer en mi costado
Que yo vuele sin flaquear hacia ese pueblo
de prisiones
Que ella cubra como María sus
cabellos.
Sé que detrás de las colinas tu paso largo
avanza.
Escucho a José de Arimatea machacar
las mieses desleídas sobre la Tumba
Y a la viña cantar entre los brazos rotos
del ladrón en la cruz.
Te veo tocado por el sauce y la
yerba doncella
La primavera se posa en las espinas de la
corona.
Ellas están ardiendo:
Encendámonos de liberación, encendámonos
viajeros
¡ah! que nos traspasen y nos consuman
si su camino es hacia las prisiones.

La dosificación es la misma en Pierre Emmanuel:

Oh Francia vestido sin costura de fe
manchado de tránsfugas pies y
escupidas
Oh vestido de aliento suave que la dulce voz
ferozmente por los insultantes desgarra
Oh vestido del más puro lino de la esperanza
Eres siempre la sola indumentaria para todos aquéllos
que conocen el precio de estar desnudos ante
Dios...

Habituado a los así sea y a los incensarios stalinistas, Aragon no consiguió, a pesar de todo, aliar a Dios y a la patria como los precedentes. No se encontró con el primero, si se me permite decirlo de esta manera, sino tangencialmente, no obteniendo más que un texto que ha hecho palidecer de envidia al autor de la cantinela radiofónica francesa: “Un mueble de la casa Leviatán se garantiza por mucho tiempo”:

Hubo un tiempo para el sufrimiento
Cuando Juana de Arco llegó a Vaucouleurs
¡Ah! cortad en pedazos a Francia
El día tenía esa palidez
Continúo siendo el rey de mis dolores.

Pero ha sido Paul Eluard quien supo ser, entre todos los autores de este folleto, el único poeta, aquél al que se debe la letanía cívica más acabada:

Sobre mi perro glotón y dulce
Sobre sus orejas levantadas
Sobre su pata desmañada

Escribo tu nombre.
Sobre el trampolín de mi puerta
Sobre los objetos familiares
Sobre el oleaje de fuego bienaventurado
Escribo tu nombre ...

Es apropiado subrayar incidentalmente aquí que la forma de letanía aflora en la mayoría de estos “poemas”, sin duda a causa de la idea de poesía y lamento que implica y del gusto perverso por la desgracia que la letanía cristiana tiende a exaltar, en vista de merecer las felicidades celestiales. Incluso Aragon y Eluard, ateos antaño, se creen obligados, uno de ellos, a evocar en sus producciones a los “santos y los profetas”, a la “tumba de Lázaro” y el otro de recurrir a la letanía, sin duda para obedecer a la famosa consigna: “Los curas con nosotros”.

En realidad todos los autores de este folleto parten sin confesarlo y sin confesárselo, de un error de Guillaume Apollinaire, e inclusive lo agravan. Apollinaire había querido considerar a la guerra como sujeto poético. Pero si la guerra, en tanto que combate y despojada de todo espíritu nacionalista, puede en rigor constituir un sujeto poético, no es lo mismo una consigna nacionalista, la nación en cuestión, aunque hubiese sido, como Francia, salvajemente oprimida por los nazis. En ese sentido, la expulsión del opresor y la propaganda, constituyen un medio de acción política, social o militar, de acuerdo a cómo se considere esa expulsión, de una u otra manera. En todo caso la poesía no debería intervenir en el debate sino a través de su propia acción, por medio de su misma significación cultural, quedando los poetas en libertad de participar, en tanto que revolucionarios, de la derrota del adversario nazi por medio de métodos revolucionarios, sin nunca olvidar que esa opresión corresponde al anhelo, confesado o no, de todos los enemigos de la poesía –nacionales en primer lugar, extranjeros después–, de la poesía comprendida como liberación total del espíritu humano, porque, parafraseando a Marx, la poesía no tiene patria ya que es de todos los tiempos y todos los lugares.

Habría aún mucho que decir acerca de la libertad, tan habitualmente evocada en estas páginas. En primer lugar, ¿de qué libertad se trata? ¿De la libertad de un pequeño número de exprimir al conjunto de la población, o de la libertad para esta población de hacer entrar en razones a ese pequeño número de privilegiados? ¿De la libertad para los creyentes de imponer su dios y su moral a la sociedad entera, o de la libertad para esta sociedad de no admitir a Dios, ni su filosofía, ni su moral? La libertad es como “un llamado del aire”, decía André Breton, y, para cumplir con su cometido, en primer lugar, este llamado del aire debe barrer todos los miasmas del pasado que infestan este folleto. En tanto los fantasmas perversos de la religión y la patria continúen ofendiendo el aire social e intelectual bajo cualquier disfraz que ellos adopten, ninguna libertad será concebible: su expulsión antes que cualquier otra cosa es una de las condiciones capitales para el advenimiento de la libertad. Todo “poema” que exalte una “libertad” voluntariamente indefinida, aún cuando no estuviese decorada con atributos religiosos y nacionalistas, en principio deja de ser un poema y en consecuencia constituye un obstáculo para la liberación total del hombre, porque lo engaña al mostrarle una “libertad” que disimula nuevas cadenas. Por el contrario, de todo poema auténtico se desprende un soplo de libertad completa y movilizadora, inclusive cuando esta libertad contribuye a la liberación efectiva del hombre, aunque no sea evocada en su aspecto político y social.

México, febrero de 1945.

Traducción: Juan Carlos Otaño.

(*) “Le déshonneur des poètes”, publicado en México, febrero de 1945; reed. Pauvert, 1965.

jueves, 12 de junio de 2014

IV DELICIA SURREALISTA: "BENJAMIN PERET O EL GAMBERRISMO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES"

Volvemos a la carga con una nueva edición de la Delicia Surrealista hoy jueves a las 20.30 horas en la librería La Delicia de Leer, sita en la calle Juan Agapito y Revilla, número 10, 47004 Valladolid. Esta vez vamos a buscar inspiración en la inconmensurable figura del poeta surrealista francés Benjamin Peret. 



Peret nació en Rezé, departamento Loira Atlántico en 1899, y murió en París en 1959 y fue quien mejor encarnó la facción más humorística y satírica del Grupo Surrealista de París. También fue un destacado antifascista que participó en la Guerra Civil Española y que militó en las filas del marxismo revolucionario y escribió lúcidos panfletos políticos.  Peret mantuvo hasta el final su compromiso con el surrealismo y su amistad con Breton. Fue además compañero sentimental de la pintora surrealista española Remedios Varo, con quien se exilió en México durante la Segunda Guerra Mundial. Todo un ejemplo de compromiso artístico y político.

Emplazamos, por tanto, a los interesados a participar en este evento con textos o ideas sobre Peret o de la manera que estimen más oportuna. Asimismo también intentaremos desentrañar (¡esta vez sí!) la verdadera naturaleza del Piojo Eléctrico. Salud y surrealismo.


PARPADEO por Benjamin 

Vuelos de loros atraviesan mi cabeza cuando te veo de perfil
y el cielo de grasa se estría de relámpagos azules
que trazan tu nombre en todos los sentidos
Rosa que tiene por tocado una tribu negra dispuesta sobre una escalera
donde los agudos senos de las mujeres miran a través de los ojos de los hombres
Hoy día a través de tus cabellos miro
Rosa de ópalo de la mañana
y a través de tus ojos me despierto
Rosa de armadura
y a través de tus senos de explosión pienso
Rosa de estanque verdinoso de ranas
y en tu ombligo de mar Caspio duermo
Rosa de rosal silvestre durante la huelga general
y entre tus espaldas de vía láctea fecundada por cometas me pierdo
Rosa de jazmín en la noche de lavandería 
Rosa de casa hechizada 
Rosa de selva negra inundada de sellos de correo azules y verdes 
Rosa de cometa volando sobre un terreno vago donde batallan niños 
Rosa de humo de cigarro 
Rosa de espuma de mar hecha cristal 
Rosa 

"Je sublime" 

Versión de Cesar Moro

miércoles, 28 de mayo de 2014

III DELICIA SURREALISTA: "Robert Desnos o la entrada de los médiums"

Esta III Delicia Surrealista será el próximo jueves 29 de mayo, a las 20:30 en la Delicia de Leer (C/ Juan Agapito y Revilla, 10, 47004 Valladolid) y se centrara en la vida y obra de Robert Desnos, médium del surrealismo francés.

Robert Desnos (París, 4 de julio de 1900) falleció de tifus y desnutrición en el Campo de concentración de Terezin, el 8 de junio de 1945, pocos días después de ser liberado por las tropas rusas. El texto siguiente fue su último poema. Se lo encontró sobre su cadáver; está dedicado a su mujer Youki, y retoma el tema del conocido poema de la serie “A las misteriosa”, que presentamos a continuación. Ambos en versión de Aldo Pellegrini.

Y de postre "El piojo eléctrico" ¿Qué es? Ven y descúbrelo.



TANTO SOÑÉ CONTIGO por Robert Desnos

Tanto soñé contigo que pierdes tu realidad.
¿Todavía hay tiempo para alcanzar ese cuerpo vivo y besar
sobre esa boca el nacimiento de la voz que quiero?
Tanto soñé contigo que mis brazos habituados a cruzarse sobre
mi pecho cuando abrazan tu sombra, quizá ya no podrían
adaptarse al contorno de tu cuerpo.
Y frente a la existencia real de aquello que me obsesiona y
me gobierna desde hace días y años,
seguramente me transformaré en sombra.
Oh balances sentimentales.
Tanto soñé contigo que seguramente ya no podré despertar.
Duermo de pie, con mi cuerpo que se ofrece a todas las apariencias de la vida y del amor y tú, la única que cuenta ahora para mí, más difícil me resultará tocar tu frente y tus labios que los primeros labios y la primera frente que encuentre.
Tanto soñé contigo, tanto caminé, hablé, me tendí al lado de tu fantasma que ya no me resta sino ser fantasma entre los fantasmas, y cien veces más sombra que la sombra que
siempre pasea alegremente por el cuadrante solar de tu vida.

De A la mystérieuse 

lunes, 19 de mayo de 2014

II DELICIA SURREALISTA: Paul Eluard o el amor como única pasión por descubrir

Mañana martes 20 de mayo de 20:30 a 21:30 tendrá lugar en la librería La Delicia de Leer situada en C/ Juan Agapito y Revilla de Valladolid la "II Delicia Surrealista" entorno a la figura del gran poeta francés Paul Eluard. El propietario de este blog promete estar allí para opinar y leer textos.



EL ESPEJO DE UN MOMENTO

Disipa el día,
Muestra a los hombre las imágenes desligadas de la apariencia,
Quita a los hombres la posibilidad de distraerse,
Es duro como la piedra,
La piedra informe,
La piedra del movimiento y de la vista,
Y tiene tal resplandor que todas las armaduras y todas las máscaras quedan falseadas.
Lo que la mano ha tomado ni siquiera se digna tomar la forma de la mano,
Lo que ha sido comprendido ya no existe,
El pájaro se ha confundido con el viento,
El cielo con su verdad,
El hombre con su realidad.

(Paul Eluard, Capital del dolor, 1926. Traducción de Aldo Pellegrini)




sábado, 10 de mayo de 2014

CUADRO DE LA OBJETIVIDAD EN SADE por Gilbert Lély

[Biografía de Gilbert Lély aquí]

Gilbert Lely, toda una vida estudiando de la obra de Sade


¿Qué destino puede ser comparado con el de Sade? ¿Dónde nos ha sido dado, en otra parte sino en su vida y en su celebridad póstuma, reconocer de manera tan insistente la gestión sarcástica del Ángel de lo Bizarro? Emparentado con la raza de los reyes, no se permite por su nacimiento, en una época de jerarquías, ninguna consideración singular, ningún margen de libertad; arquetipo del deseo, se consume durante treinta años en las cárceles de tres regímenes; estudioso de la más importante de las psiconeurosis, se ve identificado a los monstruos de los cuales ha trazado la genial descripción, aunque muchas circunstancias de su historia lo designan como particularmente humano, generoso y sensible. En fin, cuando después de un siglo de ignorancia la justicia parece serle rendida gracias a la obstinación de un hombre heroico, un nuevo malestar se hace sentir alrededor de su obra, en razón del clima confusionista en que se sitúan en la actualidad la mayoría de sus críticos.

Parece ser en efecto que los ensayos de desigual valor consagrados últimamente al marqués de Sade, han contribuido prácticamente, sea por su inadecuación, total o parcial, sea por su bajeza, a oscurecer el problema del autor de las 120 Jornadas de Sodoma, tal como Maurice Heine lo había trazado en grandes líneas de manera definitiva. No obstante que algunos de esos ensayos –y pienso sobre todo en el admirable libro de Pierre Kossowski en el cual se asiste, por primera vez, a la búsqueda del contenido latente de la obra de Sade, en páginas en las que paradógicamente, el espíritu cristiano no deja de fecundar una profunda investigación psicoanalítica–, algunos de estos ensayos, decía, son los testimonios de una elevación del pensamiento a la cual se debe rendir homenaje, a pesar de los malentendidos a que pudieran conducir. En cuanto a la mayoría de los otros, proceden de una erudición improvisada o bien de aquélla inanidad trivial que no duda jamás en instalar sus pudrideros en medio de los sueños más límpidos. Dictadura de la inclinación personal, volubilidad metafísica, superposición de la obra y del escritor, repulsa enfermiza de considerar las cosas a la luz de lo esencial, ignorancia de las leyes elementales de la psicopatología, y, tal vez, debilidad mental y fantochada de expresión, tales son, con relación a Sade, los aspectos de la crítica al cabo de dos años aproximadamente.

Pensamos que este trabajo tiene por objeto justificar el llamado puro y simple de tres nociones fundamentales –amenazadas de amortajamiento– que presiden el conocimiento de la obra del marqués, a saber: el carácter objetivo y sistemático de la descripción que nos ha dado, por primera vez, del fenómeno algolágnico, la forma irreductible de su ateísmo, y finalmente esa exaltación permanente de la libertad del hombre, que parece incluso transparentarse, más allá del sentido de las palabras, en el puro ritmo de su discurso.

Aquí trataré de rendir cuenta, más que nada de la primera de esas tres nociones, en primer lugar porque ella actualmente es la más negada o bien es la menos comprendida; en segundo término porque el problema del ateísmo en Sade, ha sido de algún modo agotado en el prefacio con que el malogrado Maurice Heine ha hecho preceder su edicion del Diálogo entre un sacerdote y un moribundo; finalmente, porque el canto perentorio de la libertad del hombre, que se eleva de todas las obras del marqués, y que no ha escapado desde el principio a la sensibilidad surrealista, debe ser el objeto de un prefacio que nos reservamos para ofrecer en otro lugar.

Es importante, antes de emprender una disertación acerca del sadismo, precisar correctamente que esta psiconeurosis, en virtud de la ambivalencia de las pulsiones, sin cesar verificada por el psicoanálisis, no se manifiesta jamás en un mismo individuo, más que acompañada de su compañero inseparable: el masoquismo. Una tal coexistencia no debe sorprender sino sólo a primera vista. En el sadismo, tanto como en el masoquismo, se establece esquemáticamente, es sabido, una relación, real o simbólica, entre la crueldad y el placer amoroso: porque, que yo ejerza mi crueldad con relación a una mujer que me exalta, o que esta misma mujer me haga experimentar la suya, el resultado para mí descontado es el mismo; la única diferencia no se revela, por así decir, más que por un puro tecnicismo: objeto abandonado y reemplazado por sí mismo. Esta transformación del activo en pasivo, o recíprocamente, no sabría disfrazarse con el misterio, para aquél que se halle penetrado de la maravillosa plasticidad del psiquismo humano bajo la influencia de la pasión. Parece incluso tener lugar en ocasiones sin ninguna transición, sin ninguna perturbación emotiva; y la alianza de los dos contrarios se presenta de modo tan estrecho, que Freud ha podido declarar que tal desviación “no se ejecuta jamás sobre la totalidad de la emoción pulsional” y que la pulsión inicial persiste, más o menos, al lado de la nueva, “incluso cuando el proceso de transformación [...] ha sido muy intenso”. (Metapsicología, en “Revue française de Psychanalyse”, T. IX, nº I, pág. 40).

Un siglo antes de que el término algolagnia (algos: dolor; lagneia: voluptuosidad) hubiese sido acuñado por Schrenck-Notzing para que fuese encerrada en un solo vocablo la noción no contradictoria del dolor recibido tanto como infligido, en sus intercambios con el placer amoroso, no se encontraba un solo personaje de primer orden, tanto masculino como femenino, surgido de la imaginación de Sade (salvo, como veremos más adelante, el de Justine), que ya no hubiese demostrado por su comportamiento la concomitancia invariable del sadismo y del masoquismo. Los Noirceuil, los Saint-Fond, las Juliette y los Clairwil, persiguen en la flagelación pasiva una voluptuosidad intrínseca, raramente un beneficio fisiológico. Las expresiones más variadas del masoquismo abundan en mil ejemplos entre estos crueles personajes. Un tomo de las Prosperidades del vicio que abramos al azar nos proporciona inmediatamente dos: Saint-Fond demanda a Juliette que lo estrangule mientras que él sodomiza a Palmire (Juliette, 1797, T.VI, pág. 265); en cuanto a Juliette, en el curso de otro de los episodios, se dirige en estos términos a Delcour, el verdugo de Nantes: “Es preciso que me golpeés, que me ultrajes, que me fustigues...” y, en tanto que él le inflige ese duro tratamiento, ella exclama: “¡Delcour [...], oh divino destructor de la especie humana! A quien adoro y en quien gozo, maltrata a tu puta más fuerte, imprímele las marcas de tu mano; ya ves que ella se inflama por llevarlas. Acaba con la idea de verter su sangre sobre tus dedos; no la ahorres mi amor...”(Id, págs. 180-181).

Es únicamente en Justine, sin embargo, que se hace imposible constatar que una de las dos ramas de la algolagnia se empareja a su contraria. Es solamente el masoquismo, y bajo su forma inconsciente –la afición neurótica hacia todo lo que puede serle funesto– lo que parece, a primera vista, revelarse en ella. Pero no se podría, a partir de un análisis, hablar del masoquismo, incluso teórico, de esta heroína, por la simple razón de que Justine –caso excepcional entre las protagonistas de las novelas de Sade– se halla casi desprovista de toda significación psicológica, si bien no en cada uno de los detalles que la conciernen al menos en el conjunto de sus reacciones. Justine es una entidad, una construcción abstracta, y no parece haber sido imaginada por el autor más que en vista de la demostración de su tesis pesimista sobre las consecuencias de la virtud. Es de notar que en la novela recíproca de las Prosperidades del vicio, Juliette no ha sido concebida bajo esta asfixia psicológica que hace de su joven hermana un verdadero autómata arrojado por el marqués en medio de seres vivientes. –Cualquiera sea la escasa realidad de Justine, ¿nos será permitido hacer esta observación, enteramente subjetiva, aunque excitante para la imaginación, que parece haber sido dado a Sade, al cabo de cuatrocientos años sobre la persona sustitutiva de su heroína mil veces violada, vengar implícitamente a Petrarca de los rechazos perpetuos de su abuela Laura, al perseguir con un odio sin cuartel la castidad, nacida del horror cristiano de la carne?

(El Sr. Jean Paulhan ha querido reconocer en este personaje de Justine la identidad misma del marqués, luego de haber “descubierto”, no sin ampulosidad, que el marqués de Sade era masoquista. Del masoquismo de Sade, emparentado con su sadismo, no ignoramos la existencia: fue el mismo del “affaire” de Marsella, fecundo en flagelaciones tanto recibidas como infligidas. No habríamos podido menos que agradecer al Sr. Jean Paulhan que se hubiese creído en el deber de recordarnos, en el marqués de Sade, una tendencia que el nombre mismo de este autor parece, a los ojos del vulgo, excluir de su comportamiento. ¡Pero para el Sr. Jean Paulhan, en su introducción a los Infortunios de la virtud, el masoquismo de Sade y no más su sadismo, constituye, gloriosamente, “la palabra del enigma”! (pág. XXXVII). Esta teoría implícita de la incompatibilidad de dos pulsiones es también anacrónica, después de los trabajos de Freud, como lo fue, hacia 1860, la creencia de ciertos médicos retardatarios, en la falsa entidad mórbida gonorrea-sífilis, reducida a la nada por Ricord más de veinte años atrás. Agreguemos que el Sr. Paulhan, que tiene el hábito de guacearse con los lectores (el presidente de Montreuil “que tiene más bien el aire”, escribe él, “de hacerse en el calzón” [pág. XXXIV]), que el Sr. Paulhan, digo, había declarado ante todo que ¡“el masoquismo es incomprensible”! (pág. XXXVIII). Y es necesario admirar en ese sentido la gracia dialéctica de aquél para quien el marqués de Sade abunda en “espantosas vulgaridades” y en “racionalizaciones hasta perderse de vista” (pág. IX): “Que el dolor del prójimo me produzca placer”, argumenta el Sr. Paulhan, “es evidentemente un sentimiento singular; es sin duda un sentimiento condenable. Es, en todo caso un sentimiento claro y accesible, que la Enciclopedia puede hacer figurar en sus registros. Pero que mi propio dolor me produzca placer, que mi humillación me enorgullezca, ya no es ni condenable ni singular, es simplemente oscuro, y tengo ocasión de responder: si es el dolor, no es el placer; si es el orgullo, no es la humillación. Si es... Así a continuación.” (Pág. XXXIX). Es sorprendente que críticos como los Sres. George Bataille y Maurice Blanchot, se hayan extasiado a porfía sobre el doble “descubrimiento” del Sr. Jean Paulhan: Sade, masoquista; Sade es Justine –acreditando de esta suerte, en primer lugar, una perogrullada, trocada en error por la exclusión de la tendencia sádica; y en segundo lugar, esa operación falaz que consiste en identificar al escritor con sus personajes, lo que en el caso presente no representa más que la réplica de los procesos, otrora aplicados a la persona de Sade, por los Dulaure y los Janin de poco saludable memoria, con la única diferencia que, para ellos, el marqués se confundía con los verdugos representados en sus obras, mientras que, para el Sr. Jean Paulhan, se confunde con las víctimas.

De todas las psiconeurosis, el sadomasoquismo, o algolagnia, es ciertamente la más expandida. Son extremadamente raros los casos en los que no se presentase algún vestigio; tal vez incluso no existan. Pero es necesario agregar que, lo más habitualmente, al menos en tiempos de paz, el sadomasoquismo se presenta en un grado tan débil o bajo la máscara de un simbolismo en apariencia tan alejado de su objeto, que no es visible, por así decir, al ojo desnudo. La multiplicidad de sus aspectos se encuentra enteramente contenida en la admirable definición del Dr. Eugen Duehren, cuya exhaustiva brevedad no podría ser superada: “ [El sadomasoquismo] es la relación procurada deliberadamente, u ofreciéndose por azar, entre la excitación y el placer sexuales y la realización manifiesta o solamente simbólica (imaginaria, ilusoria) de acontecimientos terribles, hechos espantables y acciones destructivas que amenazan o aniquilan la vida, la salud y la propiedad del hombre y de otros seres animados, y que ponen en peligro o anulan la continuidad de las cosas inanimadas; en todas estas ocurrencias, el hombre que se procura un placer sexual puede ser el autor directo él mismo, o hacerlo producir por los demás, o bien resultar únicamente su espectador, o bien representar de grado o por fuerza el objeto de ataque por parte de estos agentes.” (Le Marquis de Sade et son temps, 1901, págs. 414-415).

Si nos basamos en la doctrina freudiana (y la psiquiatría clásica se ha visto obligada a aceptar sus nociones fundamentales), se puede admitir que tres soluciones competen a las psico-neurosis. La más grave puede conducir al crimen o desembocar en el umbral de la psicosis. La solución de rechazo, la más habitual, se traduce por medio de las obsesiones o de las fobias. Una tercera solución, en la cual el rechazo teóricamente no deja de tener lugar, consiste en la sublimación de los instintos antisociales, manifestándose a veces bajo la forma de obras literarias o artísticas. Pareciera existir, para el sadomasoquismo, no ya una cuarta solución, sino una especie de cuadro anexo, el cual aún podría ser incluido dentro del orden de la morbidez, si no fuese que éste lo excluye completamente: nos referimos al acto amoroso normal. Es indudable que, durante la conjunción sexual, los comportamientos del hombre y de la mujer se emparentan respectivamente con los del sadismo y el masoquismo. Ambas pulsiones, presentadas bajo una forma apenas esbozada, cuando no bajo un aspecto puramente fisiológico, no dejan por ello de manifestarse de manera patente. Por lo demás, un tal estado de cosas es completamente conforme al carácter de uno y otro sexo, y se puede incluso decir que la presencia de estas parcelas de sadismo y masoquismo es la única susceptible de revestir al acto de amor con la garra de la perfección.

La primera idea que se presenta al espíritu es asignar a la psiconeurosis de Sade la tercera de estas soluciones: la de la sublimación, generadora de obras literarias. Pero esta elección, como por otra parte una u otra de las dos primeras soluciones, implica la existencia de un mecanismo de rechazo que nos parece incompatible con lo que se sabe del marqués. Sade tenía plena conciencia de su algolagnia, la cual, no se podría decirlo mejor, se manifestaba en sus actos bajo una forma apenas más acentuada que lo que nos ha sido dado constatar entre los seres humanos llamados “normales”. Debería entonces instituirse, para el marqués, un cuadro sadomasoquista especial, aunque evidentemente emparentado con el de la sublimación: pero en primer lugar, su sublimación no sería inconsciente, y, en segundo lugar, se ejercería en el dominio de la ciencia. Las contribuciones literarias de Sade, pese a encontrarse entre las más sensacionales de los tiempos modernos, no se inscribirían aquí más que a título informativo e independientemente de su psiconeurosis. A mi juicio, ante todo, el marqués de Sade es un hombre dotado de una imaginación científica genial. ¿Qué cosa es la imaginación en su más alta expresión? No es la puesta en obra recreativa de la ficción: es, en medio de un fragmento de la realidad, la reconstrucción de la realidad entera. Semejante al naturalista Cuvier, que a partir de un hueso fósil sabía deducir una organización animal completa, el marqués de Sade, a partir de los elementos rudimentarios de su magra algolagnia (a los cuales, sin embargo, debió agregar los actos de los que pudo ser testigo), edificó, sin ayuda de precursor alguno y alcanzando decididamente la perfección, un museo gigantesco de la perversión sadomasoquista; empresa que, revestida con todos los prestigios de la poesía y la elocuencia, no por ello deja de presentarse bajo la luz de la disciplina científica más conciente y más eficaz.

Acabamos de reconocer que tendencias algolágnicas, por moderadas que pudieran ser, se encuentran en el origen de la obra de Sade. Pero, a nuestro juicio, tal constatación no podría impugnar el carácter objetivo de esta obra. ¿En la elección de qué actividad humana, efectivamente –¿se trataría de la zapatería o de la carrera de contador?–, se podría revelar de manera constante una simiente más o menos activa de subjetividad?

El exordio de las 120 Jornadas de Sodoma demuestra claramente las intenciones científicas del autor: “Imagínate, dice Sade al lector, que todo placer honesto o prescripto por esa bestia de la que tú hablas sin cesar sin conocerla y que llamas naturaleza, que esos placeres, te digo, serán expresamente excluidos de esta compilación, y si acaso los encontraras por azar, nunca los verás más que acompañados por el crimen o coloreados por alguna infamia.” (Ed. Maurice Heine, T. I, pág. 74). Y, más lejos, Sade agrega: “En cuanto a la diversidad, puedes estar seguro de que ella es exacta; estudia bien la de las pasiones, que te parecen no guardar diferencia alguna con las demás. Verás que esta diferencia existe, y, por ligera que sea, que es precisamente la única en poseer ese refinamiento, ese tacto, que distingue y caracteriza el género de libertinaje que se trata aquí.” (Id., pág. 75). Las 120 Jornadas de Sodoma forman el tronco majestuoso desde donde parten las ramas principales (ellas mismas ramificadas en otras obras menos importantes) de la Nueva Justine, Juliette y los cuadernos destruidos de las Jornadas de Florbelle, tal como se puede juzgar, en el caso de esta última novela, por las notas inéditas que subsisten todavía. “Al perder las 120 Jornadas de Sodoma, escribe Maurice Heine en su Introducción a esta obra, Sade se ve privado de su obra maestra, y él lo sabe. El resto de su vida literaria estará dominado por la preocupación de remediar las consecuencias de tal accidente. Tratará entonces, con una perseverancia y una insistencia dolorosas, de alcanzar nuevamente esa misma destreza, que conociera en el supremo grado de su soledad y misantropía”. “El pensamiento del marqués de Sade, prosigue más adelante Maurice Heine, se expresa aquí con tanta fuerza y autoridad, que la mayoría de sus otras obras pueden ser asimiladas a paráfrasis de esta suma anterior.” La clasificación que nos ofrecen las 120 Jornadas de Sodoma de las “pasiones de primera clase o simples”, de “segunda clase o dobles”, de “tercera clase o criminales”, los casos de necrofilia o de coprofilia, por ejemplo, que se encuentran presentados sistemáticamente, en suma la economía general de la obra, hacen aparecer sin contradicción la voluntad didáctica que ha presidido su factura.

Si en Justine y en Juliette, un lugar más importante ha sido reservado a la fabulación novelesca, la constancia y unidad de diseño científico de Sade no se ven menos manifiestas. El autor retoma, en ciertos pasajes, casos de perversión que ya habían sido contabilizados en las 120 Jornadas de Sodoma. No vamos a proporcionar más que un solo ejemplo, relativo a la necrofilia: en las 120 Jornadas, el episodio del duque de Florville (que se encontrará entre nuestros fragmentos escogidos), se emparenta estrechamente con un episodio de Juliette, el de Cordelli; más aún, se encuentran, en ambas versiones, expresiones idénticas. Finalmente en estas frases de la Nueva Justine, donde con un entusismo sin igual Sade se nos aparece penetrado de la nobleza científica del trabajo que había emprendido en la Bastilla, y que la pérdida de su sublime rollo no le habían hecho abandonar: “Uno no se imagina cuántos cuadros son necesarios para el desarrollo del espíritu. Somos aún tan ignorantes en esta ciencia [la del alma humana], nada más que por la estúpida moderación de quienes escriben sobre estas materias. Encadenados por absurdos temores, no nos hablan sino de todas esas puerilidades conocidas de todos los imbéciles, y no se atreven, posando una mano atrevida sobre el corazón humano, a ofrecer a nuestros ojos los gigantescos desvaríos.” (Ed. de 1797, T. IV, pág. 173).

Pero si el marqués de Sade ha precedido en cien años a los Krafft-Ebing y a los Havelock Ellis en el dominio de la patología sexual descriptiva, debe ser considerado igualmente como alguien que esclareció ciertas nociones fundamentales que rigen el sistema freudiano. Se sabe que el punto esencial del psicoanálisis es la noción de la preexistencia del erotismo en el niño. Freud demostró que las primeras impresiones sexuales de la infancia comandan y determinan la naturaleza de la libido definitiva y que su represión bajo el imperio de las prohibiciones sociales o éticas destruye, más o menos gravemente, el equilibrio mental del adulto. Ahora bien, ¿qué decía el marqués de Sade hacia fines del siglo XVIII?: “Es en el seno de la madre donde se fabrican los órganos que deberán volvernos susceptibles de tal o cual fantasía; los primeros objetos presentados, los primeros discursos escuchados acabarán por determinar el impulso; los gustos se forman y nada en el mundo podrán destruirlos jamás.” (Justine, 1791, T. I, pág. 245). El niño, observa igualmente Freud, presenta una tendencia natural al incesto y al sadismo. Una vez más, ¿qué decía el marqués?: “La naturaleza inspira al niño para que sodomize a su hermana: lo hace, no sospechando otra vía mejor. Perversión espantosa, concebida en el seno de la inocencia y la naturaleza; no acaba de disfrutar de su hermana y ya quiere pegarle, ocasionarle un sufrimiento.” (La Nueva Justine, 1787, T. II, pág. 273).

Pero no han sido solamente la hormonología ni la anatomía fisiopatológica las que han encontrado su precursor en Sade, el mismo que exclamaba en su Justine de 1791: “Cuando la anatomía sea perfeccionada se demostrará fácilmente, por medio de ella, la relación entre la organización del hombre y los gustos que lo hubiesen afectado. Pedantes, verdugos, carceleros, legisladores, canalla tonsurada, ¿qué harán ustedes, cuando nosotros estemos allí?, ¿en qué devendrán sus leyes, su moral, su religión, sus potencias, sus paraísos, sus dioses, su infierno, cuando se haya demostrado que tal o cual circulación de licores, tales especies de fibras, tal grado de acritud en la sangre o en los espíritus animales bastan para hacer de un hombre el objeto de sus castigos o recompensas?” (Ed. Lisieux, pág. 182).

Con la tesis de la objetividad en Sade se relaciona la incriminación de ese razonamiento bajamente policíaco, que tiende, aún en la actualidad, a establecer una conformidad más o menos estrecha entre el autor de las 120 Jornadas de Sodoma y los personajes de sus novelas. Sin embargo, ¿quién osaría acusar a Shakespeare por los crímenes cometidos por Ricardo III? ¿Quién podría imputar al Dr. Koch los estragos cometidos por el bacilo al cual ha dado su nombre? El Dr. Eugen Duehren había hecho justicia, al cabo de mucho tiempo, a una identificación tan injusta como infecunda, cuando declaró que “no se debe deducir sencillamente el carácter del marqués de Sade del contenido de sus obras, considerando que el crímen sea habitualmente deshonroso, igual que el vicio.” (Obra cit., pág. 422). Entre algunas referencias de este orden que pueden encontrarse en los libros de Sade, merece ser citado abundantemente un párrafo extenso del Caballero, en la Filosofía en el tocador: “Permítanme, les ruego, retomar los principios de Dolmancé, para tratar de discutirlos y, si puedo, aniquilarlos. ¡Ah! ¡Qué diferente serías, hombre cruel, si privado de la inmensa fortuna que posees y donde encuentras los medios para satisfacer tus pasiones, tuvieras que languidecer durante largos años en el infortunio agobiante del cual tu espíritu feroz se atreve a culpar a los miserables! Cuando tu cuerpo, sólo cansado por las voluptuosidades, descansa lánguidamente sobre lechos de plumas, mira el suyo, agobiado por los trabajos que te permiten vivir, que recoge un poco de paja para preservarse del frío de la tierra, cuya superficie, al igual que las bestias, es lo único que tiene para acostarse; rodeado de platos suculentos, con los que veinte alumnos de Comus despiertan a diario tu sensibilidad, mira cómo esos desgraciados le disputan a los lobos, en los bosques, la amarga raíz de un suelo agostado; cuando los juegos, las gracias y las risas conducen hasta tu lecho impuro los objetos más hermosos del templo de Cyterea, mira a ese miserable tendido junto a su triste esposa, que satisfecho de los placeres que recoge en el seno de las lágrimas no puede ni siquiera imaginar que existen otros; míralo, cuando no te privas de nada, cuando vives en medio de lo superfluo; míralo, te pido, falto constantemente de las cosas necesarias para atender las necesidades elementales de la vida; contempla su familia desolada; ve a su esposa, temblando, compartirse con ternura entre los cuidados que debe a su marido, que languidece cerca suyo, y aquéllos que la naturaleza exige para los vástagos de su amor, privada de la posibilidad de cumplir con esos deberes tan sagrados para su alma sensible; ¡óyelos sin estremecerte, si es que puedes, cuando reclaman cerca tuyo eso superfluo que tu crueldad les niega! Bárbaro, ¿no son acaso hombres como tú? y si os parecen, ¿por qué debes gozar cuando ellos languidecen? Eugenia, Eugenia, no apague en su conciencia la voz de la naturaleza: es a la beneficencia que ella la conducirá cuando, a pesar de usted misma, separe su voz del fuego de las pasiones que la absorben. Estoy de acuerdo en que dejemos de lado los principios religiosos, pero no abandonemos las virtudes que la sensibilidad nos inspira; sólo practicándolas gozaremos de los más dulces placeres del alma, y también los más deliciosos.” (La filosofía en el tocador, ed. Helpey, págs. 265-266).

El acento tan patético de estas reprimendas, a mi juicio, confiere a este largo párrafo un vivo carácter de sinceridad. Sin embargo, mi impresión personal no me parece suficiente para inferir de este pasaje que él exprese la sensibilidad misma de Sade. Lo que confirma mi creencia, es que numerosas cartas del marqués, por la simultaneidad de su ateísmo y de su profundo calor humano, pueden ser puestas en paralelo con la réplica del caballero. Pero no haría falta que nos refiriésemos a la correspondencia de Sade, cuando las circunstancias mismas de su vida no cesan de revelárnoslo tan poco conforme al personaje monstruoso de la leyenda. ¿Recordaremos su generosidad extraordinaria, en comparación con los Montreuil? ¿Y cuánta intrepidez pudo demostrar durante la época del Terror, al oponerse públicamente contra la pena de muerte? Se sabe que siendo presidente de la sección de Piques, se atrevió rehusar, el 2 de agosto de 1793, la legalización de “un horror, una inhumanidad”, y que pasó a ocupar la vicepresidencia. Es difícil no emocionarse cuando se lo imagina, en 1799, a la edad de sesenta años, en su buhardilla de Versailles, “alzando y alimentando” al niño de Constance Quesnet con los cuarenta sueldos de su jornal de soplabotella. Los parágrafos todavía inéditos de su testamento lo muestran únicamente preocupado por asegurar, en las proximidades de su muerte, a la misma Constance Quesnet “una renta suficiente para su alimentación y para su sustento.” Citaremos entre los muchos testimonios que él había sabido inspirar, la súplica redactada en 1779 por las autoridades de La Coste, en los tiempos de su cautiverio en la torre de Vincennes: “... El señor marqués de Sade era más su padre que su amo. Los pobres encontraban en él una defensa asegurada, algunos un protector, y cada día estaba signado por un gesto de benevolencia. Conmovidos por el mismo golpe que continúa asestándose sobre su persona, se lamentan y no cesan con las voces más ardientes de reclamar un retorno, que ellos aguardan como el término de la calamidad que les aflige. [...] Los suplicantes así lo esperan y que a la brevedad la calma y la alegría renacientes en los corazones heridos por la inquietud y la amargura, bendigan la mano que les habrá devuelto a su señor, su padre y su protector.” (P. Bourdin, Correspondencia inédita del marqués de Sade, 1929, pág. 146).

Es un lugar común hacer notar que si el marqués de Sade hubiese sido el homólogo de los héroes crueles de sus novelas, el régimen del Terror hubiera podido proporcionarle fácilmente esos “sólidos disfrutes” que menciona Collot d’Herbois y que el ex comediante compartiera junto a los Joseph Le Bon, los Carrier y los Fréron. Pierre Kossowski, en líneas de una alta exigencia de pensamiento, ha definido la situación de Sade en relación con los sangrientos orgasmos del Terror, y, al mismo tiempo, ha señalado magistralmente la prolongación ética de su obra: “Debemos atribuir a Sade, escribe el Sr. Pierre Klossowski, una función denunciadora de las fuerzas oscuras disfrazadas de valores sociales por los mecanismos de defensa de la colectividad; así disfrazadas esas fuerzas oscuras pueden seguir en el vacío su ronda infernal. Sade no temió mezclarse con esas fuerzas, pero entró en la danza a fin de arrancar las máscaras que la Revolución les había puesto para hacerlas aceptables y permitir su práctica inocente a los “hijos de la patria.” (Obra cit., págs. 42-43).

¿En el corral de los tiranos, que en nombre de la libertad habían osado DECRETAR “la existencia del Ser supremo y de la inmortalidad del alma”? Sabemos que no ha dependido más que de una sola jornada que no se hubiese podido ver rodar en el cadalso la cabeza del prisionero de Carmes, del denigrador de todos los dioses, la cabeza órfica de D.-A.-F. de Sade. Sabemos que le ha sido dado al pretendido emperador de los Franceses –origen y motor de esta psicosis de anexión que ha podrido hasta nuestros días la cronología de Europa– hacer encarcelar de por vida en un asilo de dementes al héroe más lúcido de la historia del pensamiento. El ídolo de los granaderos, el perro fecal del Brumario, había reconocido inmediatamente que el legislador de la república de Tamoé, era por definición el más formidable adversario de su régimen. Así como la religión pretende imponer a los hombres las peores cosas sobre la tierra para hacerles merecer las alegrías del más allá, de la misma manera los fantasmas de la libertad, por la felicidad ilimitada de las futuras generaciones o por volver a esos mismos hombres estáticamente dichosos, los someten en tanto que individuos al sufrimiento de cada día. “Me había olvidado, escribió en 1795 el diplomático de Alave, Courtois, que la felicidad pública no se compone más que de elementos de felicidad individual, y que debe destruirse la felicidad individual para crear la felicidad pública..”

Dios de la guillotina, Dios de Austerlitz y de Friedland, Dios de Bismark, Dios masacrador de los Federados, Dios del fascismo proteiforme –Dios con el morro del rinoceronte de los siglos... Desde que Jehovah ha sido despojado de sus atributos celestes, ha vuelto a florecer más monstruoso en sus avatares humanos; bajo la máscara de las ideologías, continúa alimentando universalmente el cáncer del fanatismo.– Si el pensamiento encarnizado del marqués hubiese sido comprendido, si la ignorancia y el rechazo no se hubiesen, durante cinco generaciones, apartado con horror de sus obras, si ellas no hubiesen sido consideradas como los frutos de la imaginación de un criminal delirante; si el hombre, esclavo y torturador, hubiese consentido en persuadirse sobre las atroces posibilidades que contiene su naturaleza y que Sade, por vez primera, tuvo la lucidez de concebir y el coraje de revelar, tal vez el innombrable período 1933-1945 no hubiese llegado a deshonrar para siempre el carácter de la raza humana y no la hubiera predispuesto para las sangrientas idolatrías de las que ella no parece tener viso alguno de despertar o de sustraerse.


Traduc.: Juan Carlos Otaño


(*) “Tableau de l’objetivité de Sade”. Introducción a Morceaux choisis de Donatien-Alphonse-François Marquis de Sade, Seghers, París, 1948.