domingo, 17 de febrero de 2013

LANGUIDEZ DE ELEFANTE por Arthur Cravan

Arthur Cravan: la vida como obra completa

Letras libres, 09/09 2011

Fabian Avenarius Lloyd, poeta, boxeador, jactancioso ladrón de joyas, embustero, marchante de arte, desertor múltiple, sobrino de Oscar Wilde, leñador australiano, indigente berlinés, campeón semipesado de Francia, retador canadiense en Atenas, exiliado ruso en Nueva York, polizonte, recolector de naranjas en California, exhibicionista, falso irlandés nacido en Laussane, conferenciante, director de una revista de cinco números, bailarín, dandi, profesor de educación física en la Academia Atlética de México, improvisado especialista en arte egipcio, bufón, amante, prestanombres de nadie y de sí mismo una y dos mil veces, sombra incógnita, testigo, personaje menor de un tiempo ahíto de grandes nombres, amigo, desgraciado, bruto... Arthur Cravan es el seudónimo, de los muchos que tuvo –algunos voluntarios, otros fruto de las erratas que siembra el destino–, con el que finalmente se le recuerda.

Hay poetas cuya influencia en la historia de la literatura no depende de lo que escribieron. Arthur Cravan es uno de ellos. Mientras otros agotaban la tinta y las ideas rellenando páginas de elevado exabrupto vanguardista, Cravan convirtió el gesto en su principal estilográfica, el escándalo en su único cuaderno. Fue, y esto es ya un lugar común, el primer poeta punk, delirante y genial en un entorno en el que no era fácil destacar por esos atributos. Se le asocia comúnmente al dadaísmo, pero insultó a Apollinaire, santo patrón de aquellos. Prefirió la iconoclasia incluso frente a los iconoclastas por excelencia. En abril de 1916, apenas dos meses después de que se fundara en Zürich el Cabaret Voltaire, cuna del dadaísmo, Cravan boxeaba en la Monumental de Toros de Barcelona contra el campeón mundial de peso semipesado, Jack Johnson (el mismo, sí, al que Miles Davis dedicó un disco en 1970). No se pude decir que combatiera por el título –su desventaja frente al estadounidense era flagrante e insalvable–, sólo quería ganar dinero suficiente como para embarcarse hacia América, y lo hizo.

En Nueva York se enamoró de Mina Loy, una poeta admirada, entre otros, por Pound, Gertrude Stein y Marianne Moore. Para evitar convertirse en soldado –Estados Unidos comenzó a movilizar a los extranjeros para la Gran Guerra– se disfrazó de soldado y escapó a Canadá. Su plan era volver a Nueva York con los papeles en orden, pero algo se complicó en el camino y tuvo que embarcarse hacia México. Las noticias de su vida en 1917 son confusas, cuando no contradictorias. Se le ubica en diciembre en la frontera de Texas. Una versión lo hace cruzar a nado el Río Bravo, de Estados Unidos a México. Los planes que se deducen de sus cartas son también bastante ambiguos: quería ir a Buenos Aires, a Chile, a Monterrey o suicidarse. Lo más probable es que planeara seriamente hacer todas esas cosas al mismo tiempo, y nunca se supo si consiguió hacerlas.

Mina Loy lo alcanza en la ciudad de México en enero de 1918. Se casan al poco tiempo y ella queda embarazada. Cravan nunca llegará a ver a su hija, que nacerá en Londres cuando el poeta ya haya desaparecido en nuestra salvaje patria sin dejar rastro (según unos, ahogado en el Golfo de México cuando trataba de cruzarlo en un velero; asesinado por error en la revuelta revolucionaria, dirán otros).

Maintenant, la revista que Cravan dirigió (y escribió completamente con seudónimos) fue traducida el año pasado, en Argentina, por la editorial Caja Negra. Es una edición facsimilar que incluye también testimonios de distintos personajes sobre Cravan. Por ejemplo: un fragmento del diario de Trotsky en donde el revolucionario ruso narra su viaje en barco hacia Nueva York, trayecto que compartió, accidentalmente, con el poeta-boxeador. El libro vale la pena también por las crónicas del propio Cravan, como aquella en que visita a André Gide y lo incordia con elegancia. Algunos de los apuntes más inconexos de Cravan, reunidos en una sección de “Notas”, son lo mejor de su obra: “Que venga aquel que dice ser parecido a mí que le escupo en la jeta”; “Lo desprecio: no cambió de peso en diez años”; “Hay que poner, una vez al año, el futuro en juego”. Su crítica de arte no carece de la misma gracia, aunque es más bien conservadora y casi todo, en el Salón de los Independientes de 1914, le parece “impostura”, adjetivo que utiliza con inocencia y que en general me desespera.

En México, que yo sepa, la suerte editorial de Cravan ha sido más bien escasa, a pesar de que fue un ilustre visitante y de que murió en este país, presumiblemente. La revista culichi Textos (núm. 9/10) publicó una selección de sus cartas a Mina Loy, precedidas por una semblanza biográfica, de Ricardo Echávarri, en la que se describen las mismas hazañas que siempre se repiten cuando se habla de él y que yo he glosado aquí someramente, pues es imposible no quedar fascinado, antes que con la obra, con el listado de insensateces que adornan la vida ya hecha mito de Cravan. Sus obras completas (reeditadas en Francia por Éditions Ivrea en 2009), por eso mismo, tienen apenas unas pocas páginas de poemas tempranos, los cinco escuetos números de la revista Maintenant, los “ejercicios poéticos” y las notas inconexas a las que hice antes referencia, y luego un montón de testimonios, entrevistas, cartas, documentos y crónicas de boxeo, que en realidad conforman el grueso del volumen.

Cravan es un ejemplo de autor con más poética que obra. No era exactamente un vanguardista: su esplín acentuado, su desesperación de vagabundo, su admiración, antes que por las obras de sus contemporáneos, por una idea de la literatura que entraba en una crisis de la que no saldría ya nunca, lo convierten en un personaje fuera de tiempo, incómodo entre Duchamp y Picabia (que lo aborrecieron al final de su estancia neoyorquina) pero incapaz de encontrarse a gusto en otro lado, como no fuera junto a Mina (otra nostálgica que flirteó con el futurismo) o corriendo cada mañana por el bosque de Chapultepec antes de su entrenamiento.]



Yo era grandioso entonces, ¡querido Mississipi!
Desprecié a los poetas, gasterópodo amargo,
Me fui, ¡mas cuánto amor en las estaciones y deporte en el mar! 
¡Récord! Tenía seis años (¡aurora de los vientres y frescor  del pipí!) 
Y esta mañana a las diez horas y diez minutos el rápido 
Que flotando en raíles cruzaba trenes límpidos
Y me tiraba al aire, tobogán chapuzón. 
A cien por hora íbamos y a pesar del rumor, 
Con su encanto el periódico embriaga al fumador. 
Y aunque así el expreso se hubiera  lanzado,
Entrenador que imanta albatros y palomas,
Con ese ritmo loco me había mecido el tren. 
Mis ideas se doraban, era soberbio el trigo, 
Pacían los herbívoros en pillos prados verdes,
Loco por boxear le sonreía a la hierba.

Arthur Cravan, boxeando en España en 1916

viernes, 15 de febrero de 2013

CARTA CERRADA por Gérard Legrand

[Poeta, ensayista y crítico de cine francés, Gérard Legrand nació en París en 1927. En 1948 conoció a Breton y desde entonces participó en el movimiento surrealista. Colaboró muy activamente en  las revista surrealistas "Medium" y en "Le Surréalisme, méme". En 1958 fundó la revista "Bief", de la que fue director. En 1960 firmó el manifiesto de los 121c contra la guerra colonialista mantenida por Francia en Argelia.  También Colaboró con la revista de cine Positif a pàrtir de 1962. entre sus obras destacan Puissances du jazz (Arcanes, París, 1953) y Des pierres de mouvance (Edirions surréalistes, París, 1953). Murió en 1999.

Gérard Legrand, surrealista ignoto.

]


Los pensamientos estelares se deslizan por el río
En el más completo abandono
Uno con cabeza de mujer entre las manos de un hombre
Otro con las manos de un hombre a lo largo de muslos de mujer
El aquietarse nevado del aleteo de un búho
Se incorpora al temblor de las faldas oscuras que se escurren por las ondas de las piedras
El caramillo de los senderos desarrolla su cinta alternada de granza y de luna
Como los nombres de antiquísimos distritos
Los blancos manteles los niños rojos
Donde las damas de yeso que sonríen en la penumbra
Llevan en el cuello un corazón de madera patinada
Más pesado que si hubiera estado latiendo por siglos
Al unísono con el mar


El rumor de las cañas se volverá un día más persistente que nunca
Nunca retendrá la vida en un guante de silencio
Y la fuga del agua que mide el beso de una golondrina
No tendrá más soles que tus ojos
Pero qué quedará de tus ojos
Llena de lágrima llena de gracia
Quedará mi vida sumergida para siempre
Entre el manto de pirata de las selvas
Que tanto quisimos
Y la solemnidad de las arenas donde el rayo
No es sino su reflejo de nácar en mi cerebro
Cómo no tomaré de la mano sino la sombra más clara
Siempre aquella única que vendrá


En esta estación en que las libélulas van en parejas como saetas de luz
Una es el relámpago (toda una vida) de la razón
Finalmente ocupada en los verdaderos problemas
La otra su contrapeso totalmente rubio el amor
Desembocaré en la playa esencial
Conoceré el espacio cedido por el viento al esplendor de las anémonas
Que envuelve mi corazón
Como espuma que rodea los despojos muy lejos en el mar
Un río con el que sueño
Los pensamientos estelares flotan en ese río
Entre mil jaulas de hierba en las que el fuego canta y gira sobre sí mismo
De arena color de humo
A arena color de medias de mujer a arena color de carne
Mi sombra poseerá en conjunto una eternidad roja como el topo de la tempestad
La eternidad
Y esta brisa entre los sauces color de víbora y de espera
Donde la cólera de mis sienes descubrió su nombre


De Des pierres de mouvance

Eine kleine Nachtmusik (1943) de Dorothea Tanning

lunes, 11 de febrero de 2013

LA VIOLENCIA (fragmento) por Enrique Gómez-Correa

[Biografía de Enrique Gómez-Correa, aquí]

El tusílago solo crece en los ojos de las mujeres que saben llevar con gracia los cabellos sueltos al viento. Es el viento el único punto punto cardinal que no podremos seguir. Los adversarios se preparan para el asalto del velero cargado de topacios. No hay un pirata que tenga su par de ojos intactos. La misma bandera, inmóvil, confundida con la bruma. A veces, es difícil, distinguir esta bandera de un espejo. De fijar tanto la vista en ella se llega a la convicción que refleja nuestras propia cabeza, sostenida por los huesos cruzados. Pero, ¿es que hay algún hombre seguro de que yo no este hoy, en esta misma noche, en el golfo de Guinea? ¿Qué sacáis con preguntar mi nombre y confrontar mis huellas digitales?

Sin embargo, se pasa impasible, a menos que se reniegue. Los pantanos empiezan por absorber los antílopes y las golondrinas. Las huellas pueden llegar a comprometernos. En el jardín las manchas de sangre son imborrables. Crimen simulado, sin calcinación. Todas las tinieblas se han ordenado en fila, alrededor del falso criminal. Es también una complicidad simulada. Finalmente, el cadáver pierde la paciencia y se lanza a las arenas movedizas. El crimen ha sido casi perfecto.

Óleo de Jacek Yerka 

domingo, 27 de enero de 2013

LETANÍA DE LA LLUVIA por Paul Colinet

[Nació en Arquennes, Hainaut (Bélgica), el 2 de mayo de 1898 y murió en Forest-Bruxelles el 23 de diciembre de 1957. Formó parte del grupo surrealista belga desde su fundación y firmó el manifiesto publicado en Bélgica con motivo de la Primera Exposición Internacional del Surrealismo en Bruselas. Formó luego parte del efímero grupo Le Surréalisme  Révolutionnaire. Colaboró en casi todas las revistas neosurrealistas: Les Quatre Vents, Les deux soeurs, Cobra, Temps mélés, Phantomas.

(Extraído de la Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini)

El surrrealista belga Paul Colinet

]


La lluvia huérfana del día de Ramos que vuelve con sus deditos helados de Nazareth.

La lluvia de linfa cosquillosa, cuando los canarios, estrujados en el dédalo verde y amarillo de sus pajareras, languidecen del grano.

La lluvia blanca, la lluvia de simiente, que besa al molinero en la frente como una doncella.

La lluvia traviesa que brinca en las hojas del avellano.

La lluvia saqueadora de las mieses, la que salta de lado, que criba la melena de los leones de centeno tendido, que después remonta para embriagarse en los nichos de azur de las alondras.

La lluvia titubeante, la lluvia pura, llegada de muy alto, que excava su nido en el aliento de los silenciosos.

La lluvia desnuda, la lluvia deslumbrada, que danza y pierde la cadencia, la lluvia ebria que solloza de alegría en las rosaledas en llamas del sol.

La lluvia campesina, la lluvia con zuecos, la lluvia alborotadora, que remueve el mantillo, que hace tiritar los herbajes, que ahoga la cabeza cándida del ranúnculo.

La lluvia fina, la lluvia antigua, que satisface a la sabiduría de las gallinas dormidas.

La lluvia aventurera de los bosques, sus velos, sus atrasos, sus enredos, sus fintas, sus tropiezos, sus arcos, sus cetros.

La lluvia familiar, la lluvia de la buena vecindad, la lluvia de codos azules, que viene con su túnica agujereada a respirar los olores leñosos a la puerta de las tahonas.

La lluvia rezagada, la lluvia beata, que destila su sidra en las verdes tabernas de los mirlos.

La lluvia gris, la lluvia vagabunda, que busca sus caminos en la estela de los cuervos.

La lluvia amicísima de los caballos, la lluvia azulada de los gendarmes, la lluvia bribona de las lavanderas.

La lluvia miope de los ventanales ahumados, que lee a Rocambole, a través del velo gris de los libros apolillados.

La lluvia chistosa de las vejigas de Tilutin.

La lluvia de Bali, la lluvia oyente, que ensaya sus contrapuntos de pájaros, de campanas y de besos, bajo los sauces de su río.

La lluvia que charla sobre los horóscopos del mendigo, sobre el palomar, sobre el toldo del carro.

La lluvia burlona sobre los rizos, la lluvia embalsamada que aureola el muguet de los bustos jóvenes, la lluvia de perlas de las mil y una noches en el terciopelo de las rosas profundas.

La lluvia adolescente y sus castillitos de cristal, que despliegan sus mazurcas en los ramilletes de rubíes de los groselleros.

La lluvia que merodea, cuyos tobillos huelen a helechos, y que hace brillar el acero de las sendas solitarias entre las ortigas de los escombros.

La lluvia de los pajarillos y de las frondas, la lluvia de los bocadillos de nísperos podridos, en las glorietas que centellean.

La lluvia brusca, la lluvia de los mediodías de junio, que estornuda con la pimienta de los claveles blancos.

La lluvia novelesca, la lluvia libertada de los caminos en picada que ilumina los secretos y aconseja a los enamorados. 

La lluvia consoladora que picotea la claraboya de los olvidados.

La lluvia pirotécnica que hace chisporrotear estrellas repentinas en la polvareda de los veranos.

La lluvia que bendice a los viejos jardines, la lluvia caritativa que susurra oraciones en los oídos de los burritos, la dulce lluvia maternal, de ojos abiertos y cerrados, que perdona.

De La manivelle du chateau


Óleo de René Magritte

miércoles, 23 de enero de 2013

TÚMULO DE GASOIL por Blas de Otero

[La serenidad lúcida de Blas de Otero
Manuel Rico
El País, 05/06/2010

Más de treinta años después de la muerte del poeta bilbaíno, acaso el más hondo y exigente de su generación, aparece, como antesala de la próxima publicación de la poesía completa, su tan esperado libro inédito Hojas de Madrid con La galerna con prólogo de Mario Hernández y edición de Sabina de la Cruz, viuda del poeta y profunda conocedora de su obra. Al hablar de libro inédito es obligado hacer algunas precisiones: se trata de dos poemarios en un solo volumen; casi la mitad de los 306 poemas que lo integran han sido publicados, en las últimas tres décadas, en revistas, antologías y recopilaciones varias; el resto "han permanecido rigurosamente inéditos hasta hoy", tal y como subraya Sabina de la Cruz en su nota previa. La ordenación, decidida por la propia Sabina, es cronológica, puesto que Blas de Otero siempre fechaba cada poema. Ello no obsta para que Hojas de Madrid con La galerna sea, en su condición de libro, de propuesta global, una obra inédita. No compuesta, como pudiera pensarse, por materiales sobrantes, prescindibles, sino por textos a la altura de lo mejor de su autor, de un altísimo nivel y de una madurez serena y contagiosa, casi perturbadora, que mira a César Vallejo, a Machado, al Alberti del exilio, a Nazim Hikmet, a Rimbaud entre otros. Acaso quepa objetar a su edición la falta de un índice que informe al lector de qué poemas son rigurosamente inéditos y cuáles y dónde fueron publicados el resto.

Todos ellos fueron escritos entre julio de 1968 y mayo de 1977, años de tránsito a la democracia, y de esa peripecia existencial habla la primera parte (el primer libro), Hojas de Madrid. La integran poemas apegados al tiempo histórico, en los que las urgencias de un compromiso construido desde su nunca negada militancia comunista se ven cruzadas por un hondo deseo de serenidad, por un impulso vitalista, de gozo de lo cotidiano, de recuperación de la memoria de la niñez y de reconciliación con los paisajes y escenarios de la juventud. Todo ello, atravesado por la experiencia de un amor renovado, por la conciencia de la enfermedad (fue operado de un tumor pulmonar) y por la presencia de la muerte. La primera sección de Hojas la constituyen poemas compuestos en Madrid, recién llegado de Cuba, en el proceso de adaptación a una realidad nueva. En la segunda, será el viaje a Bilbao, la recuperación del mar y de los paisajes de la infancia y los amigos. Las dos últimas secciones nos muestran a un Blas de Otero muy poco conocido: una poesía intimista (aunque siempre con ventanas a lo colectivo), sencilla y culta a la vez, una poesía de lo cotidiano, en la que el amor, la casa y sus rincones, un raro fervor doméstico, juegan un papel esencial. Un aire de sosiego, cierto distanciamiento irónico que bromea con la tradición y una madurez vital hija de los más duros años de la dictadura encuentran cauce en una lírica de gran tensión expresiva y formalizada, siempre con eficacia y originalidad, mediante las más diversas opciones (sonetos de una difícil e innovadora perfección, verso libre de tono conversacional, casi prosaico, juegos vanguardistas, poemas breves de factura clásica, canciones populares o con ecos de la lírica medieval). En La galerna encontramos la crónica poetizada de los estados depresivos del poeta durante los años 1973 y 1974. Aunque la mayor parte de los poemas trata de la intimidad más honda, de la pugna de Blas de Otero con una realidad hostil, dura, condicionante de sus equilibrios emocionales, el poeta no abandona la ironía, ni la reflexión sobre la poesía como bálsamo para las heridas propias y ajenas (la enfermedad, el niño perdido, Vietnam, Camboya), sobre la moralidad del poema y el misterio de la escritura y sobre su experiencia viajera, casi nómada, durante dos décadas. Es una poesía moderna en su acepción más profunda, una poesía directa que no desdeña el experimento y que bebe de la complejidad del yo, que tiene algo de trastienda íntima, de recámara del libro Hojas de Madrid y en la que experimenta y juega con el lenguaje a pesar de los estados depresivos que la originan. Si la tardanza en la aparición de este libro generó no poca desconfianza respecto a su contenido, llevando a pensar que los mejores poemas estaban ya publicados en revistas y antologías, su lectura desmiente de modo radical esa sospecha. Estamos ante un libro mayor, ante uno de los más importantes poemarios publicados en lo que va de siglo.

Blas, con su camisa blanca de esperanza

]


Hojas sueltas, decidme, qué se hicieron
los Infantes de Aragón, Manuel Granero, la pavana para una infanta,
si está Madrid iluminado como una diapositiva
y sólo en este barrio saltan, ríen, berrean sesenta o setenta y cinco niños
y sus mamás ostentan senos de Honolulu, y pasan muchachas con sus ropas chapadas,
faldas en microscuro, y manillas brillantes y sandalias de purpurina,
hojas sueltas, caídas
como cristo contra el empedrado, decidme,
quién empezó eso de cesar, “pasar, morir,
quien inventó tal juego, ese espantoso solitario
sin trampa, que le deja a uno acartonado,
si la plaza de Oriente es una rosa de Alejandría,
ah Madrid de Mesonero, de Lope, de Galdós y de Quevedo,
inefable Madrid infestado por el gasoil, los yanquis y la sociedad de consumo,
ciudad donde Jorge Manrique acabaría por jodernos a todos,
a no ser porque la vida está cosida con grapas de plástico
y sus hojas perduran inarrancablemente bajo el rocío de los prados
y los graves estrofas que nos quiebran los huesos y los esparcen
bajo este cielo de Madrid ahumado por cuántos años de quietismo,
tan parecidos a don Rodrigo en su túmulo de terciopelo y rimas cuadriculadas.


De Hojas de Madrid con La galerna

Graffiti de Banksy

jueves, 17 de enero de 2013

TRES DIMENSIONES por Man Ray

[Man Ray es uno de los fotógrafos más importantes del dadaísmo estadounidense de la primera década de siglo XX junto a Marcel Duchamp y Francis Picabia, así como del surrealismo europeo de los años veinte y treinta. Su papel en dicho movimiento comenzó tras un largo periodo de aprendizaje en diversos lugares. Primero en Nueva York, a través de los consejos del fotógrafo Stieglitz, quien le insiste para que participe en la famosa exposición del Armory Show (1913), cuyo escándalo la convirtió en el punto de partida de la vanguardia norteamericana. Y, después en París, sus primeros trabajos se encaminan hacia el cubismo y hacia investigaciones personales con la realización de pinturas con aerógrafo como Seguidilla (1919). Se trataba de crear un nuevo arte, combinando la pintura y la fotografía para llegar a la mayor confusión entre una y otra. Muy pronto se encuentra elaborando y fotografiando elementos abstractos sacados de objetos cotidianos como Gift (1921). Ya en la década de los veinte consigue ser fotógrafo profesional y desarrolló la técnica de la fotografía sin cámara, cuyo resultado eran imágenes en blanco y negro, las llamadas rayografías. Colocaba objetos sobre el papel fotográfico que determinaban nuevas y originales formas. Dentro del surrealismo filmó varias películas como "Le retour à la raison" (1923), "Emak Bakia" (1926), "L' étoile de mer" (1928) o "Les mystères du Château du dé" (1929). En esa misma etapa vuelve a la construcción de objetos y a la pintura con rasgos totalmente asimilados del grupo surrealista como Observatoire du Temps (1932-1934).Sus últimos trabajos los realiza en Estados Unidos, concretamente en Hollywood durante la década de los cuarenta, participando en la película de H. Richter "Dreams that money can buy" (1944) y pintando la serie Ecuaciones shakespearianas (1948).

(Extraído de ArteHistoria)]


Varias casas pequeñas
Discretamente seperadas por follajes
Y la noche-
Mantaniendo sus varias identidades
Por la luz

Que llena el interior de cada una-
No están en pie como masas
Sino como muros
Envolviendo y excluyendo
como echarpes

Alrededor ancianitas-
Qué misterios encierra en su interior
Qué curiosidad acecha fuera
Una no sabe nada
De la otra



(Traducción: Sorrow)

Rayograma de Man Ray

lunes, 14 de enero de 2013

DESCUBRIENDO A JOHN CAGE: SOBRE RUIDOS, PANES Y PERROS

David Antona González
Rebelión, 13/01/2013

Cage, "preparando" su piano


John Cage: 1912-1992 Compositor, instrumentista, escritor, filósofo aficionado a la micología y a la vez recolector de setas estadounidense. Pionero de la música aleatoria, de la música electrónica y del uso no estándar de instrumentos musicales. Cage fue una de las figuras principales de la vanguardia de la postguerra. Los críticos le han aplaudido como uno de los compositores estadounidenses más influyentes del siglo XX.

 “Volver al silencio es volver al tiempo “0´00”, saltar a la nada para desde allí reconstruir quizás una música de la existencia, proponer un conocimiento armonizador, práctico y en definitiva poético” 
John Cage


Los hallazgos cotidianos son los que más debemos valorar, porque nos permiten oír, como diría John Cage, el compositor americano que ha inspirado estas líneas, la música de la existencia. Una capacidad de escucha nueva que depende a veces de factores que escapan a nuestro entendimiento. Hasta que un día estamos en un estado de percepción próximo al vacío y oímos ruidos que antes no percibíamos. De repente, sin saber porqué, se nos han abierto lo que nuestros mayores llamaban las “entendederas”. Y hemos adquirido una capacidad de oír de una forma distinta a la habitual algunos de los ruidos del mundo. 

Para que me entiendan los que leen estas líneas, voy a referirme a un sonido cotidiano, convencional y repetido, al que hasta ahora le daba muy poca o ninguna importancia: me refiero al pitido que en el pueblo de Montealegre, donde estoy ahora, anuncia la llegada de la camioneta que reparte el pan. Un ruido que si tarda en sonar cuando estoy apostado en una esquina de la calle principal del pueblo, me puede llenar de desazón y de dudas sobre mi capacidad para conseguir ese pan tan necesario. Es decir, sin esfuerzo, sin estar avizor, con el cuello tendido, atento al menor ruido. Como lo están los vecinos, que barruntan la llegada de la camioneta sin tener que salir de sus casas y sin asomarse a sus puertas.

A mí sin embargo me llena de desazón el silencio de la calle, ese maldito pitido que no suena y la mala costumbre que tengo, para matar el tiempo, de contar mis pasos: cinco hacia adelante y cinco hacia atrás. Hay días en que, a fuerza de esperar, se me vienen unas ideas extrañas a causa del pan. Retrocedo hacia unos años que yo no conocí, pero que conocieron mi padre, mis tíos y mis abuelos. Los años de la postguerra, años del pan escaso, o del “pan y cuchillo”, que describió Miguel Hernández.

A veces aprieto el monedero que llevo en el fondo del bolsillo y se me ocurre pensar que voy a volver a casa sin un pan debajo el brazo. Salvo si a última hora, como ya me sucedió en un par de ocasiones, sale una vecina que me ve plantado en la esquina y me comenta que no oiré el pitido porque la camioneta ya pasó. Pero que si corro, la puedo alcanzar a la altura de la iglesia de Santa María.

Me quedo con la pluma en alto e intento recuperar la idea inicial. Una idea que me venía rondando desde que descubrí la figura de ese compositor estadounidense llamado John Cage. Autor de una obra ensalzada por los unos, a causa de su carácter nuevo y experimental y denostada por otros, a causa de sus provocaciones y sus excentricidades. Sin embargo, Cage era todo menos un provocador. Su obra y su pensamiento se pueden resumir en una idea sencilla: debemos tomar conciencia del valor del “silencio”. Y más allá, de la importancia que se merecen los ruidos que nos rodean. Solo así aprenderemos a “escuchar” y a “oír”. Porque “si se presta oídos al mundo, el oído se llena de ruidos”. De sonidos que ya ni se oyen y que si los escuchamos con atención, van a tomar un valor y un sentido nuevo.


Un poco complicado pero forzosamente interesante, el esfuerzo que nos va a exigir el adentrarnos en la maraña de la obra de un artista y un creador que pretendía nada menos que “reconciliar a los oyentes con la vida moderna y sus ruidos”. Y que quería ayudarnos a apreciar el valor del silencio, una palabra que procede del latín “silere”, que significa “callar”, “estar callado”.

Si asistimos a la representación de una de sus obras más famosas, “4´33”, tendremos que aprender a estarnos quietos en nuestros asientos y a no ceder a la tentación de increpar al intérprete o a maldecir al autor. Intentemos comprender el significado de tan insólita llamada de atención. Porque “4´33”, más allá de su sentido aparentemente provocador, es sobre todo una ilustración de la afición de Cage a incitar a la reflexión de sus espectadores o de sus oyentes. “4´33” es la duración de una obra experimental, durante la cual los espectadores contemplan a un pianista que va a permanecer sentado ante su instrumento sin tocar una sola de sus teclas. Y que al final de su “intervención” se levantará, bajará la tapa del piano y desaparecerá de su vista.

“Detener la rueda de la escucha intencional” , tal era la intención de Cage al someter a sus oyentes a una prueba en la que estaban reunidos todos los elementos tradicionales de un concierto: la sala, el público, la obra, el intérprete y el piano. Y por supuesto el silencio expectante, casi religioso que suele acompañar a este tipo de actos. Cuatro minutos y treinta y tres segundos de escucha exacerbada por el silencio y la espera de las primeras notas. Con los segundos y los minutos desgranándose lejos de la sacralización habitual de los conciertos. Sin más ruidos ni más sonidos que los convencionales, los que no se escucha o no se oyen nunca: los carraspeos pronto silenciados, los rumores del auditorio, los crujidos de los asientos y los pasos del pianista al acercarse o al alejarse de su instrumento.

Tal era el mensaje que Cage quería trasmitir: los sonidos de carácter cotidiano, no instrumental, no dignificados por lo que llamamos arte, forman parte de nuestra existencia. Como lo comenta uno de sus biógrafos: “El principio rector de su obra era su deseo de reconciliarnos con los ruidos de la vida moderna, algo que solo podría lograrse eliminando las barreras que separan al arte de la vida. Cage pensaba que la muerte del autor acompañaría el nacimiento del oyente. Así entendía él el sentido de la música experimental: como el nacimiento a una escucha atenta”.

  Esa escucha nueva, agudizada por la lectura de las reflexiones de Cage sobre el valor del silencio, de los ruidos y sonidos que acompañan nuestra existencia, fue la que a mí me permitió vivir otro pequeño suceso que narraré a continuación. Suceso, que añadido a la espera tensa del pan y del ruido de una camioneta, me han convertido casi sin saberlo en un discípulo o un intérprete ambulante de las teorías de este creador norteamericano.

Hace unos días me lancé, carretera adelante, hacia Valdenebro, dejando a mis espaldas la mole del castillo de Montealegre y sus casas pardas, alineadas a sus pies sobre una suerte de espinazo. La pendiente de la carretera me suele llevar, casi sin esfuerzo, a una pequeña alameda situada a dos o tres kilómetros del pueblo. Y unas decenas de metros más allá a un recinto rodeado de una cerca metálica donde retozan un par de docenas de perros de caza pertenecientes a una rehala.

Habitualmente, me planto frente a ellos y basta con que uno advierta mi presencia, para que los demás acudan y me acojan con un concierto de ladridos. Extrañamente, aquella mañana, ninguno de los perros se dignó acudir a mi encuentro. Ni escuché el menor ladrido. Molesto por este silencio, esta falta de atención, me planté a un lado de la carretera y ladré, ladré ruidosamente en dirección de la rehala. (No sin haber comprobado antes que estaba solo en medio de los campos que rodean el pueblo).

Mis esfuerzos se vieron de pronto premiados. Al oírme, un perro se abalanzó por fin sobre la cerca metálica y empezó a ladrarme. A los pocos minutos, dos perros se añadieron a él. Hasta que la rehala en su casi totalidad me devolvió ese sonido o concierto de ladridos con los que estos perros me saludan habitualmente cuando a la ida, apurado mi paseo, he llegado a su altura.